La Marcha de la Diamantina Rosa es uno de los eventos que más convulsionaron a la Ciudad de México en el año que concluye.

En el mes de agosto, los medios de comunicación publicaron una denuncia ministerial filtrada, sin el consentimiento de la víctima. Se trataba de la declaración de una joven que acusaba a un cuerpo de policías de violarla. La noticia generó una condena generalizada contra los funcionarios de seguridad. Periodistas y ciudadanos pedían el patíbulo como medida mínima contra los presuntos agresores; pero a pesar de esta indignación general, la acusación formal no llegaba. Ernestina Godoy, entonces procuradora, anunció que las investigaciones tendrían que continuarse, implicando que, con los datos existentes, no solicitaría juicio en contra de los policías.

La ciudad ardió. El caso detonó un peculiar combustible de diamantina rosa que acompañaría la movilización de mujeres en las calles. Se acusó a Ernestina y a otras autoridades de encubrir un acto que rápidamente se caracterizó como un crimen de Estado.

En este punto nodal es donde tuve la oportunidad de ver a Ernestina Godoy desde el lugar de testigo de primera fila que tenía como miembro de la Comisión Técnica, órgano encargado de transformar la procuraduría capitalina. Godoy sabía que, en el caso en cuestión, existía la denuncia; sin embargo, a esta se contraponían un cúmulo de elementos de descargo en favor de los funcionarios implicados. Para un procurador típico, la respuesta habría sido simple: acusar y ya. Formular la imputación y transferir la pelota de fuego a la cancha de un juez.

Tal y como lo revelaron pesquisas paralelas de los medios de comunicación, los policías aparecían en la escena criminal, aparentemente, asistiendo a la víctima. Sin pruebas claras, lo justo era no acusar. Godoy estaba frente a una decisión que para muchos representaría un dilema: sacrificar a los policías o inmolarse. El costo político se anticipaba ante el contexto de una comunidad que había definido a culpables sin juicio y que exigía que la procuradora no hiciera su papel de fiscal, sino que asumiera un papel de verdugo.

Pero la justicia no es algo que se deba de ejercer por encuestas de opinión.

Me conmueve recordar a Ernestina Godoy llegar al salón de reunión con el brazo vendado y la mente clara. Había tomado una decisión valiente: no acusar. Decidirse por no formular la imputación, la ponía en el primer lugar de la fila para ser lapidada. Estaba colocando, ella misma, el posible fin de su carrera en su horizonte. ¿Por qué? ¿Para quién?

Este curso de acción solo favorecería a un grupo de policías desprovistos de credibilidad, que muchos considerarían desechables. La decisión se tomó, creo, para que ellos no fuesen injustamente procesados, para no fabricar culpables, para defender, ante todo, su presunción de inocencia.

La corrupción en la administración de justicia significa tomar dinero para avanzar o frenar un asunto. Esta corrupción se expresa también en procuradores que toman decisiones basadas en la conveniencia o la venganza.

La manera en cómo se enfrentó al que podríamos llamar el episodio de la diamantina, reveló la brújula axiológica de quien, desde hace unos días, encabeza la Fiscalía capitalina. Esta decisión difícil, sin titubeos, contraria a lo que se gritaba a voz en cuello, es para mí la mejor carta de presentación de Ernestina Godoy. Es el retrato del perfil que anhelan quienes esperan que la Ciudad se conduzca, sin veredas, por caminos rectos.


Miembro de la Comisión técnica para la transición de la PGJ a la Fiscalía General de Justicia de la CDMX

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