Escribo estas líneas desde el Sur, desde un Chile que mira al Pacífico con la misma esperanza y desafíos que nuestro propio país. Al cierre de este 2025, un año marcado por la reconfiguración de los tableros geopolíticos globales y la persistencia de crisis humanitarias en diversas latitudes, resulta imperativo hacer un alto para examinar el papel que México ha jugado —y debe seguir jugando— en el concierto de las naciones.

Si algo ha definido la política exterior mexicana en estos últimos doce meses, no ha sido la estridencia, sino la congruencia. En un mundo donde el multilateralismo parece flaquear ante los embates de nuevos extremismos, México ha reafirmado una doctrina que va más allá de la tradicional neutralidad: el humanismo mexicano como diplomacia activa. No hemos sido meros espectadores de la historia, sino actores comprometidos con la paz y la autodeterminación.

El balance de 2025 nos arroja una certeza: la mejor política exterior es, indudablemente, una política interior sólida. La estabilidad política y social de México, fruto de un modelo que prioriza a los olvidados, nos ha otorgado una autoridad moral inédita en la región. No exportamos armas ni imposiciones; exportamos cooperación para el desarrollo. Desde la Embajada en Chile hemos sido testigos de cómo esta visión resuena. La "Diplomacia de los Pueblos" ha dejado de ser un concepto abstracto para materializarse en becas, en intercambio cultural, en la recuperación de la memoria histórica y en una agenda compartida de género que entiende que no hay democracia posible sin las mujeres.

Hemos demostrado que la soberanía no es un concepto arcaico, sino la llave maestra para una integración justa. En 2025, frente a las presiones para alinearse a bloques hegemónicos, México sostuvo que nuestra lealtad está con los principios constitucionales: la solución pacífica de las controversias y la cooperación internacional. Esta postura, a veces criticada por quienes añoran la subordinación del pasado, es hoy nuestra mayor fortaleza. Nos ha permitido ser interlocutores confiables, puentes necesarios en una América Latina que requiere unidad para no diluirse en la irrelevancia.

De cara al 2026, el horizonte nos impone el desafío de la consolidación. No será un ciclo sencillo para nuestra América; se avizoran tensiones por el control de recursos estratégicos y complejos procesos electorales en la región. Ante esta coyuntura, México asume la oportunidad —y la responsabilidad histórica— de liderar con el ejemplo. Nuestra proyección internacional debe centrarse en profundizar la Diplomacia del Bienestar: una doctrina que sitúe al ser humano en el centro y asuma la defensa irrestricta de los derechos humanos como la única brújula posible para garantizar la dignidad de las personas.

Nuestra apuesta para el año venidero es exportar esperanza. México debe reafirmarse como el ágora de las ideas en nuestra lengua, un espacio fértil donde la cultura, la ciencia y la política converjan para construir alternativas reales ante modelos económicos que ya no responden a las necesidades de la gente. En esta tarea, la relación con Chile seguirá siendo piedra angular; nos unen dolores históricos, pero, sobre todo, la voluntad compartida de futuro.

Cierro este balance con una reflexión desde mi visión como académica y desde mi trinchera como historiadora: México ha reconocido que la fuerza de su política exterior reside en su historia, sustento invaluable para enfrentar los nuevos tiempos con decisiones sólidas. En 2025, México decidió estar del lado de la dignidad. En 2026, seguiremos caminando esa ruta, con la certeza de que, cuando México habla ante el mundo, lo hace con la fuerza de su historia y la legitimidad de su pueblo.

Laura Beatriz Moreno Rodríguez

Embajadora de México en Chile

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