Por: Laura Raquel Manzo

Mientras nos hacemos famosas por publicar un libro de historias de mujeres que admiramos y aceptamos retos para llenar las redes sociales de selfies retocadas, seguimos escondiendo nuestras canas como escondemos nuestros miedos, seguimos invirtiendo en la apariencia y no en la tenacidad, seguimos acostándonos con un misógino como nos acostamos con la pretensión, y seguimos excluyendo a quien sea diferente como nos excluimos a nosotras de nosotras mismas. Seguimos haciendo discurso y no existencia.

La libertad no se define sino que se ejerce, dijo Octavio Paz.

Y cuando el presente nos ofrece la oportunidad de liberarnos, lo hacemos con arrojo hacia afuera pero aterradas estamos de hacerlo hacia dentro. Hacia nosotras mismas. Hay veces que pareciera que ni estamos enteradas que sin ello no habrá libertad efectiva.

No por esto subestime usted un ápice el canto del violador en tu camino, los millones de pañuelos verdes, las pintas y los pasos en cada marcha, las voces que sí suenan, los cuerpos untados de brillantina, los textos que conmueven, los clamores por doquier y cada una de las feministas que sí está transformando su mundo y el mundo. Por el contrario, admire más todos esos actos y póngale usted aun más atención a todas esas mujeres, porque la lucha que no se hace hacia dentro, no podrá concretarse jamás hacia fuera. Y trágicamente, mientras la violencia permanezca, entorpecerá, y en veces impedirá para siempre, mirarnos hacia dentro. Los madrazos azotan cuerpos, las palabras azotan psicologías, dejando ambos moretones que inmovilizan por un tiempo, cuando no de por vida.

Ardua tarea que tenemos las mujeres para encontrar la libertad que nunca hemos ejercido.

Y en tanto no vayamos hacia dentro, en tanto seguiremos siendo opresoras de nosotras mismas. Navegaremos solo por la superficie del cambio, del mar de posteos de frases y de selfies ajustadas en redes, de las conversaciones a modo entre amigas, a medias entre terapeutas y pacientes, quizás porque en realidad no sabemos cómo cambiar o qué cambiar, pero sobre todo porque nos confunde aun el riesgo que siempre implica la libertad.

Vamos recargadas en que no tenemos tiempo, ya que nuestra agenda está saturada de autoexigencias que, en el fondo, tienen el objetivo de complacer al mundo. Al mundo que, como dijo Gloria Steinem, nos identifica más por nuestros looks que por nuestra mente o nuestro corazón. Pero poco ayudamos nosotras porque pasamos de la apariencia física a la apariencia del todo. Y así nos equivocamos educando a nuestros hijos más a mirar hacia afuera que a ser ellos mismos. De hecho, el primer pretexto de no tener tiempo para nosotras son los hijos, a los que terminaremos dándoles desde la inconsciencia el mal ejemplo de la simulación. Luego es el trabajo al que le entregamos nuestros años bajo un sueldo no equitativo, al que tampoco nos atrevemos a poner un alto. Luego es el impuesto rosa, que terminamos pagando sin armar un alboroto, sin llamar al sabotaje contra el patriarcado que impuso precios más altos a productos y servicios que son para mujeres.

Y es que es la certeza de nuestras inseguridades arraigadas por siglos, es la certeza de lo deplorable que nos parecen las arrugas y los kilos de más. Es la vaporosa determinación de estar bien por dentro y por fuera que creemos resolver solo con horas de yoga y meditación. Es la zozobra del amor al que le permitimos hacernos sentir menos. Y es el cachondeo social bajo la infinita ansiedad de la pertenencia.

Somos seres de pensamiento formateado sobre la desventaja de ser mujeres y de ser mexicanas, por viejas convicciones de imposibilidad de equidad en intelecto, en el poder y en uso del cuerpo, y por deficiencia de pensamiento tradicionalista, imposibilitado al libre albedrío. Acaso la mexicaneidad implica esa confusión en el concepto de libertad que mal aprendimos al independizarnos de una cultura, de un país que 500 años después seguimos, no solo venerando sino anhelando como pocas cosas. Acaso la mexicaneidad implica la huella de una Revolución que quedó debiéndonos justicia e igualdad, y nos dejó acomodadas en la preferencia de no salir a “matar” lo que nos está matando en vida. Acaso es nuestra herencia Católica de la eterna culpa. Acaso no hemos entendido que nuestro propósito en la vida es, como decía Simone de Beauvoir, nuestra liberación y la liberación de los otros. Como canta Glennon Doyle al final de su implacable Untamed, “No permaneceré, nunca más —en una habitación o conversación, o relación, o institución que me solicite abandonarme a mí misma”.

¿Y cómo queremos libertad de pensamiento si no soportamos la libertad en el pensamiento ajeno? Linchamos sin compasión. Las mujeres nos llevamos el 75% de las agresiones (Linchamientos digitales, Ana María Olabuenaga), pero no porque representemos minoría entre los usuarios (47%). Somos hipócritas y somos incluyentes a conveniencia. La sororidad por encima, la inclusión por un lado, la apertura por ninguno. Gay friendly hasta que el amor se nos cruza encarnado en otra mujer. Feministas hasta que una maldita puta se cruza en nuestro matrimonio.

Es este miedo que no nos deja ver que somos nosotras quienes también nos estamos oponiendo a nosotras mismas. El 69% de las mujeres está en desacuerdo con que la ley permita a la mujer el derecho a decidir abortar. “Oponerse al derecho de las mujeres a controlar nuestros propios cuerpos es siempre el primer paso en cada régimen autoritario”, dijo Steinem. Aquí las autoritarias somos nosotras.

Pero no estamos mal por estar en desventaja, y menos por sentir miedo. Estamos mal en no ponernos lo suficientemente serias para adjudicarnos nuestro crédito individual, para entender que el feminismo es una lucha presente y que no necesita de la validación académica ni intelectual, ni de nadie que no sea la validación personal.

No ejercer la libertad nos está dejando abatidas, desbordadas de ansiedad y depresión. Y estamos mal en querer resolvernos con gotas de Rivotril. Estamos mal en no ahondar en nuestra propia existencia, en la que acaso la conquista de la libertad la tiene más complicada que la de los hombres, quienes nunca tuvieron que hacer entender al otro sexo sus derechos. Estamos mal con solo subirnos a las olas sin preguntarnos cuál es nuestro cauce personal, porque las olas representan movimientos de los otros a quienes jamás miraremos si no podemos mirarnos a nosotras mismas. Y jamás entonces podremos embarcarnos en una lucha que no sentimos nuestra. “No escuches mi consejo”, insiste Steinem. “Escucha la voz que está dentro de ti y síguela”.

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