Por: Jonathan D. Rosen y Sebastián Cutrona 

América Latina y el Caribe viene lidiando desde años con una epidemia que no es la del coronavirus. Las altas tasas de homicidios en la mayoría de los países de la región, llevó a la Organización Mundial de la Salud a clasificar este flagelo como una epidemia. De acuerdo al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), entre 2000 y 2010 más de un millón de personas murieron como resultado de la violencia criminal. Durante estos años, la tasa de homicidios creció casi un 11%, registrando más de 100.000 asesinatos por año. En este marco, gobiernos de ambos lados del espectro político han implementado políticas de seguridad y las estrategias de “mano dura” se han vuelto cada vez más populares.

El endurecimiento de las penas, el uso discrecional de la fuerza por parte de la policía, el encarcelamiento masivo e incluso la militarización de la política doméstica han sido algunas de las iniciativas para hacer frente a la violencia y los sentimientos de inseguridad. Pero según diferentes investigaciones, las políticas de mano dura, sin embargo, tienen un impacto limitado sobre las tasas de homicidio y los niveles delictivos en general.

Las redes criminales se han adaptado a estas estrategias, volviéndose más violentas y organizadas. Algunos estudios señalan también que las políticas de mano dura implementadas en la región durante las últimas décadas han socavado la democracia de diferentes maneras. En este contexto, ¿por qué la mano dura sigue siendo tan popular a pesar de la amplia evidencia en su contra?

Brasil y Colombia 

Al igual que en otros países, las percepciones de inseguridad en Brasil y Colombia favorecieron la elección de candidatos de derecha que llegaron al poder apuntalados por propuestas radicales contra el crimen. En 2018, los colombianos votaron por Iván Duque, quien prometió relanzar muchas de las estrategias implementadas por el ex presidente Álvaro Uribe, para que los criminales de su país tuvieran en claro desde el primer día que “quien las hace las paga.” Ese mismo año, Brasil eligió a Jair Bolsonaro, quien además de elogiar las décadas de dictadura militar, aseguró sin titubear que con su plan los criminales “morirían en la calle como cucarachas.”

En nuestro , donde utilizamos datos del Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP, por sus siglas en inglés) de la Universidad Vanderbilt, revelamos que la victimización por delincuencia y la ideología no son factores relevantes que permitan predecir el apoyo a políticas de mano dura en Brasil y Colombia.

Las tasas de criminalidad en ambos países no influyen directamente en las preferencias punitivas de la población. El respaldo a la mano dura parece estar relacionado con factores emocionales como el miedo al crimen. Los electores conservadores, por otro lado, no son necesariamente más punitivos, porque el apoyo a la mano dura se extiende a lo largo de todo el espectro ideológico. Asimismo, las personas que respaldan a las Fuerzas Armadas, una institución que goza de altos índices de confianza en ambos países, tienen mayores probabilidades de favorecer medidas extremas en la materia.

A pesar de las desiciones de los votantes en Brasil y Colombia, los determinantes socioeconómicos subyacentes detrás de la creciente popularidad de estas medidas no son los mismos en ambos países. En Brasil, el régimen político parece no ser una prioridad si el gobierno aborda la delincuencia, ya que tanto las personas que apoyan la democracia como las que defienden el régimen militar están de acuerdo con que las penas por delitos deben aumentar.

Curiosamente, el caso brasileño también revela que las demandas de mano dura crecen entre aquellos con mayores niveles de educación e ingresos familiares mensuales. Esto sugiere que las preferencias punitivas están vinculadas a las clases sociales.

En Colombia, por el contrario, las personas que creen que la democracia es el mejor sistema de gobierno están mayormente a favor de la mano dura. Esto explica por qué los colombianos no están dispuestos a sacrificar la democracia para combatir el crimen a pesar de sus preferencias punitivas.

Además, los resultados de la investigación también indican que las personas mayores y aquellas que residen en áreas rurales tienen mayores probabilidades de apoyar medidas extremas. Si bien el envejecimiento parece estar vinculado con menores riesgos de victimización y a que las personas mayores fueron testigos de la violencia de la “guerra contra las drogas” durante los años ochenta y noventa, es probable que el punitivismo en las zonas rurales esté asociado con los altos niveles del narcotráfico y organizaciones guerrilleras.

Colombianos y brasileros comparten una gran preocupación por el crimen y la inseguridad, y los ciudadanos de ambos países están dispuestos a tomar medidas drásticas. El ascenso de Bolsonaro y Duque, al igual que en otros países de la región durante la última década, puede entenderse como una respuesta a la opinión pública y la creciente popularidad del punitivismo. Esto en un contexto en donde el sistema tradicional de partidos y las ideologías políticas pierden relevancia frente a las percepciones de inseguridad.

Por otra parte, los altos niveles de confianza en las Fuerzas Armadas han acelerado la militarización de la seguridad doméstica a pesar de las violaciones de derechos humanos y las consecuencias negativas para la democracia. A tan sólo unas pocas décadas del proceso de democratización que caracterizó a América Latina, los escenarios en Colombia y Brasil ilustran muchos de los dilemas que hoy enfrenta la región.

Jonathan D. Rosen es Assistant Professor de Justicia Criminal en la Holy Family University de Philadelphia, Estados Unidos de América. 

Sebastián Cutrona es Assistant Professor de Asuntos Internacionales en la O.P. Jindal Global University de Sonipat, India 

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