Ni el triunfo de Joe Biden en Estados Unidos, ni el de Gabriel Boric en Chile, ni el reciente triunfo de Macron en Francia, ni la reacción de condena internacional expresada en las Naciones Unidas sobre la invasión rusa a Ucrania; son suficientes para detener el avance de los autoritarismos.

Las dificultades que se avizoran para los demócratas ante la elección de legislativa en Estados Unidos y la vigencia como líder de Donald Trump, así como la muy probable cohabitación en Francia después de las parlamentarias fortalecerán posiciones más blandas ante el gobierno de Putin en el conflicto actual. Ni que hablar de los países de América latina, con las posiciones de Jair Bolsonaro, Cristina Kirchner o del gobierno boliviano, con simpatías claras por el presidente ruso, y sin críticas al régimen totalitario chino de Xi Jinping.

¿Cuál es el cemento que sirve de base común a estos líderes (latinoamericanos: Evo Morales, Cristina Kirchner, Nicolás Maduro, Jair Bolsonaro; y del hemisferio norte: Viktor Orban, Donald Trump, Giorgia Meloni o Marie Le Pen) para su simpatía hacia liderazgos autocráticos como los de Vladimir Putin y para (por lo menos) omitir críticas hacia el totalitarismo chino? Se trata de integrantes, en principio, de familias diferentes, con posiciones que van desde las neobismarkianas y patrimonialistas de los Kirchner y Maduro a las posiciones neoliberales darwinistas de Bolsonaro. Sin embargo, los une algo más que una coyuntura internacional. Pues, las actitudes en política internacional no son de segundo orden en la identidad de un gobernante. Por el contrario, la proximidad -simpatía, así como la distancia crítica de los gobiernos entre sí encierran no sólo pragmatismo (como quiere parte de la teoría realista de las relaciones internacionales), sino un componente importante de la identidad e ideología de los actores políticos.

Un conjunto de rasgos son comunes a estos líderes críticos de la liberal democracia.

Todos son neonacionalistas. La soberanía nacional es una prioridad, declamada como forma de defender los intereses “del pueblo”. Le Pen, Kirchner, Meloni, mencionan la palabra “soberanía” en un ritual que las exorciza del liberalismo. Un tradicionalismo anacrónico en la acepción de nación y Estado, como expresiones neoperonistas de identidades de una “comunidad organizada”.

El antiamericanismo. Con la excepción de Bolsonaro, en verdad más simpatizante de Trump que de las instituciones de equilibrio de poder estadounidenses y, por supuesto, de Trump, el antiamericanismo es una nota central de sus identidades. Estados Unidos es el culpable de todos los males que existen en el mundo, y por lo tanto es un deber oponerse a sus acciones y políticas.

La posición anti americana se corresponde con otro rasgo central: el antiliberalismo. El mundo liberal occidental es un mundo en decadencia por su relajamiento de costumbres y alejamiento de místicas y rituales sacros. En esto coinciden con posiciones católicas y con la propaganda de China y Rusia sobre la decadencia de las democracias occidentales. Debe abandonarse el individualismo de las libertades que, por supuesto, debilita y arrastra a las libertades mismas. Desde el poder, estos líderes se ocupan fundamentalmente de atacar los aspectos liberales de la democracia, avanzando, si tienen éxito, hacia la construcción regímenes híbridos que terminan en órdenes autoritarios.

En todos los casos, cuando estos líderes han accedido al gobierno, apuestan fuertemente por colonizar las instituciones y desbalancear el poder, e intentan reformas institucionales para legitimar el desequilibrio de poderes a su favor.

La democracia es un gobierno mixto, con rasgos que van desde el autogobierno, respeto de minorías, equilibrio de poderes y soberanía popular. Ellos destacan especialmente el rasgo mayoritario de democracia (la soberanía popular) en la medida, claro, que ellos sean los triunfadores. Así, cuando son derrotados, esa soberanía del gobierno es ilegitima, pues el pueblo fue manipulado (fue la respuesta de C. Kirchner al triunfo de Macri), o directamente hubo fraude electoral (lo afirmado por D. Trump).

Por último, en estos políticos concurren dos fenómenos interconectados: falseamiento de los hechos y polarización. Exacerbar la polarización donde el adversario es enemigo es útil para mentir, pues la polarización supone tener electorados cautivos. Cada polo opera como una cápsula que encierra la versión del líder, un polo aislado (una cápsula polar) donde se muestran “los hechos alternativos” aunque los hechos de la realidad sean grandes como elefantes que se pasean por delante de los polarizados por el líder. Incentivar la polarización es una estrategia de manipulación que funciona como vendas en los ojos y cera en los oídos: se escucha y mira solo lo que se cree de antemano y el líder nos dice.

La democracia liberal, la única realmente existente, es un orden frágil y está en riesgo, y la erosión no ocurre solo por el multilateralismo y emergencia de potencias autoritarias (en particular China y Rusia) que hoy disputan y crecen en el mundo; sino por la legitimidad que les otorgan gobiernos y líderes de países democráticos, y con poca vocación democrática.

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