Un reciente artículo publicado en la prestigiada revista New England Journal of Medicine puso el dedo en la llaga: ¿Se emitirá algun tipo de pasaporte para saber quién esta vacunado y así poder viajar libremente o acceder a algunos lugares públicos? Quienes defienden este punto de vista sostienen que es la forma más segura de ir reabriendo gradualmente la economía y controlar los riesgos de un nuevo repunte de la pandemia por Covid-19. En cierta forma la idea no es nueva. Hay países en los que se requieren vacunas para evitar contagios por fiebre amarilla, por ejemplo. Pero el caso que nos ocupa en relación al SARS-CoV-2 y sus variantes, tiene matices distintos. Países como Israel, China y Bahrain, ya han puesto en marcha medidas que apuntan en esa dirección. En los Estados Unidos, la discusión sobre el tema empieza a escalar en esferas tanto políticas como académicas. Australia, Dinamarca y Suiza, por su parte, están en proceso de evaluar mecanismos con propósitos similares.

Más allá de su posible utilidad para prevenir nuevos contagios y controlar mejor la diseminación del virus, hay quien sostiene que dichas medidas son discriminatorias y atentan contra los derechos humanos. A este punto de vista no le faltan méritos. Aunque los objetivos de tales medidas pueden ser loables, el abuso y el mal uso de documentos de esa naturaleza acaban por privilegiar a unos y penalizar a otros. Con frecuencia se convierten en mecanismos de control social. Ha sido un fenómeno recurrente en la historia.

Si algo ha puesto en evidencia la pandemia son las graves desigualdades que imperan en el mundo, tanto entre países como al interior de cada país. Pero además, la forma tan torpe y avorazada en la que se ha manejado la producción y la distribución de las vacunas, no ha hecho más que acentuar tales desigualdades. Mientras que en algunos países empieza a haber cada vez mayor oferta de vacunas, para la mayoría de la población mundial la disponibilidad de vacunas es claramente insuficiente, y todo parece indicar que así seguirá durante algún tiempo. La voracidad ha logrado incluso que se tengan que desechar millones de dosis prepagadas, por errores en el control de calidad de su manufactura.

Dadas las circunstancias en las que vivimos, la pregunta de fondo es si tiene sentido entonces adoptar políticas públicas que, directa o indirectamentente, acentúen aún más las desigualdades, como sería el caso de los pasaportes de vacunas. Pero otras implicaciones también deben tomarse en consideración: ¿Es válido, por ejemplo, penalizar a quienes decidan no vacunarse por razones religiosas o filosóficas? Se puede argumentar que sí, si lo que prevalece es el principio de proteger a los demás; pero también se podría argumentar que no, ya que hacerlo, atentaría contra la libertad de conciencia y la libre autodeterminación. En última instancia, el argumento sería que la salud de cada quien es un asunto estrictamente privado y que uno puede o no, hacerlo público. ¿Y qué haríamos, digamos, con quienes presenten alguna contraindicación médica para vacunarse? En todo caso, en la coyuntura actual, me parece que sería precipitado adoptar una política al respecto. Pienso que mientras las vacunas no sean reconocidas como bienes públicos globales y sean accecibles para todos, no hay razón suficiente para poner en práctica normas que favorezcan solo a quienes ya las recibieron.

Desde luego, se trata de un asunto complejo y controvertido. Se entremezclan intereses y razones éticas, científicas, políticas, económicas y religiosas, entre otras. Poco a poco, empezarán a acumularse experiencias en un sentido y en otro. En el estado de Florida, por ejemplo, se ha prohibido que se emitan ese tipo de pasaportes, por lo pronto. Algunas líneas aéreas, por su parte, han desarrollado aplicaciones digitales para probar a los pasajeros que los miembros de su tripulación ya se han vacunado. Lo mismo ocurre en algunas de las grandes cadenas de tiendas de autoservicio que, para seguridad de sus clientes, les muestran que quienes les atienden ya están vacunados. Son matices, variaciones sobre el tema que se van poniendo en práctica.

Otro ángulo del asunto que resulta fundamental –pues limita la confiabilidad de toda esa gama de opciones– es que no sabemos a ciencia cierta cuánto tiempo dura la inmunidad que producen las vacunas. De hecho, puede resultar contraproducente asumir que alguien siga teniendo inmunidad cuando es posible que ya no la tenga, aun cuando su app en el celular diga lo contrario. También subsisten dudas sobre qué tanto protegen las vacunas contra las nuevas variantes, aunque todo parece indicar que sí son efectivas, al menos para aquellas que ya han sido estudiadas.

Me quedo, por lo pronto, con el argumento que radica en no acentuar más la desigualdad. Es detestable el inmoral acaparamiento de vacunas del que hemos sido testigos, y muy frustrante la insuficiencia de los esfuerzos para tratar de impedirlo. Una cifra reciente y confiable señala que tan sólo el 14% de la población mundial ha recibido 2 de cada 3 vacunas que se han producido. A los países de renta baja ha llegado menos del 1% de las vacunas disponibles. Preocupa, pues, que estemos sentando las bases de una sociedad global estructurada bajo un sistema de vigilancia permanente, con puntos de revisión distribuidos de tal forma que pudieran segregar aun más a grupos o personas por razones de raza, sexo, religión, ingreso, color de piel, nacionalidad, etcétera. Todo ello, claro está, en aras de “proteger la salud de los otros para proteger la salud de todos”.

Embajador de México ante la ONU.

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