Las primeras películas del director español Pedro Almodóvar me gustaron mucho, pero poco a poco me alejé de sus cintas. “Se me gastó”, diría Doña Esperanza, mi abuela materna, que era yucateca. Y sí, se me gastaron los filmes del manchego, se me empezaron a volver predecibles, repetitivos, y no hay cosa peor en el cine que lo evidente, algo que ya sabes que va a ocurrir en cualquier momento, un diálogo inminente en una escena por venir. A pesar de eso, ahora muero de ganas de ver la nueva peli del cineasta manchego, La habitación de al lado, que hace algunas semanas presentó en La Mostra de Venecia y que recibió, lea usted, ¡17 minutos de aplausos! En serio, piénselo: ¿cómo puede estar aplaudiendo 17 minutos la gente que atesta una sala de cine? ¿Se van relevando unos y otros para calmar el ardor de las palmas? ¿Unos aplauden y otros descansan? Dicen quienes saben de artes cinematográficas que es la película más aplaudida en la historia de Venecia. Ellos sabrán. El caso es que tengo muchas ganas de verla, no nada más por la curiosidad que me genera observar a Almodóvar en su incursión plena a un largometraje en inglés, y no sólo por admirar a tremendas actrices como Tilda Swinton (Londres, 1960) y Julianne Moore (Fayetteville, Carolina del Norte, 1960), mujeres que me llevan una tercia de años pero que pertenecen plenamente a mi generación, sino por razones políticas: lo personal suele ser político y la cinta aborda un tema que debe ser asunto de Estado en México y el mundo: la eutanasia, la muerte asistida. Me hubiera encantado que la candidata presidencial que ganó en junio y hoy es Presidenta de la República abordara en campaña y luego planteara como política de gobierno un tema tan necesario para la consecución plena de los derechos humanos. Nadie discute el derecho a la vida que tiene cada persona y que deben garantizar los gobiernos del mundo (salvo las dictaduras, se entiende), pero pocos avanzan en un derecho fundamental que es el de morir cuando así lo deseemos, sobre todo en casos de enfermedades terribles que devastan la existencia y provocan un deterioro inadmisible para la dignidad personal.
La decrepitud que provocan algunos males amerita que los enfermos puedan concluir dignamente su vida en el momento que lo decidan, no cuando los familiares o los médicos quieran. Es espantoso que la gente amada tenga que ver el estado patético en el que uno puede acabar por la necedad religiosa o científica de prolongar la vida hasta niveles de tortura inadmisibles.
La medicina tiene que estar al servicio de la vida, sí, pero de la vida digna y plena. Cuando la medicina se vuelve un asunto crematístico en el que las familias se gastan millones y millones de pesos a fin de extender una vida que se vuelve horrenda para quien la padece, y los únicos beneficiados son los hospitales que se enriquecen, se está cometiendo algo así como un delito. Y cuando hay médicos despiadados que convencen a familiares de enfermos terminales para que sus seres queridos sigan viviendo en mazmorras hospitalarias, así sean de lujo, se está perpetrando un crimen de lesa vanidad, eso que en el mundo médico es conocido como “Síndrome de Dios”, un estado de egolatría que padecen algunos doctores, quienes son capaces de lo indecible con tal de seguir cobrando carretadas de dinero a costa del sufrimiento de los demás. Ellos, están convencidos, tienen la potestad de dar y dejar ir vidas cuando así lo decidan. El síndrome de Dios.
La trama de la película de Almodóvar va de la eutanasia. En el diario español El País, Tommaso Koch, un “itañol” (italiano de nacimiento pero español de vida), que es redactor de Cultura, escribió:
“La película narra el reencuentro entre dos amigas. Ingrid (Moore) se ha vuelto exitosa autora de no ficción y acaba de sacar su último libro, De muertes repentinas. Mientras lo presenta, vuelve a oír por primera vez en mucho tiempo de Martha (Swinton). Tanto se habían perdido de vista que ni sabe que está en el hospital. Y el pronóstico, como le cuenta ella misma cuando acude a visitarla, no deja margen para la esperanza: la excorresponsal de guerra para The New York Times afronta el epílogo de su existencia. Sabe que debe irse. Dice que está lista. Ingrid está bastante menos preparada, pero se queda con ella. Al menos, se tienen la una a la otra. Y los espectadores se asoman a una clase magistral de actuación, guion y dirección”.
El derecho al buen morir es un asunto que me resulta próximo e íntimo porque dos veces he estado postrado en hospitales con riesgo de morir, la última vez hace poco más de un año, y ninguna de esas ocasiones debido a una vistosa cobertura en zonas de conflicto, sino por la mediocridad de malas operaciones. Ante la devastación orgánica, las dos veces estuve convencido de que se acercaba el momento de pedir clemencia para fallecer. Era mi derecho al buen morir por la devastación orgánica que tenía.
Ahora, en estas horas, vivo algo similar, pero donde más duele: en el cuerpo y en el alma de uno de los seres que más amo. Miriam Molina Sobrino, una extraordinaria mujer de la cultura en México, una estupenda divulgadora de las artes plásticas que sigue trabajando a sus 86 años y dando cátedras cotidianas de cómo ser una mujer chingona y exitosa en medio de una sociedad machista y patriarcal, y de cómo empoderarse y vivir con dignidad absoluta, es mi madre. Ella, mi mamá, hoy yace grave en terapia intensiva, pero tiene una lucidez tremenda y, con ese don de mando yucateco que tiene, ordena a mis tres hermanas y a mí: “No me van a intubar. Es mi vida y yo decido hasta cuándo. Le doy (tantas) horas a los medicamentos, y si no funcionan, me voy a mi casa a morir”.
Mujer progresista para muchas cosas, conservadora en algunas, católica desde siempre, sabe que ni la religión ni un gobierno ni sus hijos son dueños de su vida. Ella es la única propietaria y se hace lo que ella dice porque, llegado el caso, quiere morir con dignidad, y, además, no heredarnos deudas inconmensurables por gastos hospitalarios, me dice, y luego me permite hablar de ella y de lo que está viviendo en esta columna. Generosa y desprendida hasta el último momento (que espero no sea pronto), Miriam quiere vivir, ama la vida, su vida, pero la quiere bien. Con dignidad y pleno control de todas y cada una de sus decisiones. De otra manera, es su derecho, se irá de aquí.
Yo, la admiro y la amo más que ayer, que ya de por sí era admiración absoluta y amor inconmensurable. Es viernes 29 de noviembre. Estamos solos unos minutos, es la hora de visita en Terapia Intensiva, tiempo que comparto con mis hermanas. Sólo puede haber una visita a la vez. Le pido que luche como yo pelee dos veces a lo largo de un mes en una cama hospitalaria y prevalecí, y me dice que sí, que luchará por su vida, pero me toma recio de la mano (piel tibia, tersa en su vejez), me mira serenamente, con una profundidad que taladra y desarma, y me ordena al oído que respete su voluntad. Lloro, pero le juro que sí. Acataré lo que dice, aunque se me rompa el corazón de una manera indecible y yazga inconsolable. Por encima de mi dolor, está su derecho a no sufrir.
Ánimo, Tata, me despido. Ánimo, Juan Pablo, me revira.
Esbozamos una sonrisa y me marcho.
Camino en CU, en el campus universitario. Gafas grandes y oscuras, me pierdo entre la gente y lloro.
Me enjugo las lágrimas y no dejo de pensar en lo chingón que sería tener en México el derecho humano al buen morir, lo lindo que sería que el Estado mexicano garantizara eso para cada ciudadana y ciudadano.
AL FONDO
La Cámara de los Comunes aprobó este viernes, por 330 votos a favor por 275 en contra, legalizar el suicidio asistido en Inglaterra y Gales. En México, Morena debería usar su súper mayoría en el Congreso de la Unión para dar una muestra palpable de que en verdad tiene algo de humanismo, como presume, y algo de progresista, como ostenta, en lugar de aprobar tanta sandez legislativa y seguir destazando instituciones autónomas sin ton ni son.
Twitter: @jpbecerraacosta