"Qué le hace que me maten de un pinche plomazo, si ya viví bien chido”.

Así de rotundo. De simple. Descorazonador.

Con variaciones en el fraseo, pero transmitiendo el mismo mensaje, cada vez que a lo largo de los años he platicado con jóvenes metidos en las guerras narcas, siempre he escuchado la misma respuesta entre quienes, de manera voluntaria, acabaron en el sicariato:

“Más vale vivir poco pero chingón, que vivir mucho tiempo bien jodido”.

Aquellos que no tuvieron opción, que fueron reclutados forzadamente, y que optaron por sobrevivir en lugar de acabar con un balazo tempranero en la frente, discurrieron de manera similar:

“Ya qué, ya estoy metido aquí y no me puedo zafar, mejor vivo a lo cabrón, con un buen de billete, aunque me chinguen pronto”.

Alguna vez -primeros años de este siglo- viajé a pueblos michoacanos para documentar esos destinos sellados con sangre. Lo hice a través de dos historias: una, la de los cementerios en pueblos gobernados por el narco que, como me había dicho una fuente confiable (Policía Federal), estaban repletos de tumbas recientes con los nombres y las fechas de nacimiento y muerte de narquitos mexicanos. Y sí, ahí estaban las decenas y decenas de muertes prematuras, cinceladas con números en lápidas de cemento: 1994-2010 (16 años, apuntaba yo en mi libreta reporteril); 1987-2010 (23 años); 1981-2010 (29 años). Casi todos los sepulcros estaban adornados con las fotografías de los jóvenes difuntos (no pocos adolescentes), chavales de miradas envalentonadas cuyo machismo no podía ocultar un atisbo de terror tatuado en sus rostros.

La otra historia era simple: debido a tanta matazón, las funerarias habían proliferado en la zona, por ejemplo, en la mismísima Apatzingán, la capital de la Tierra Caliente michoacana, que padecía el yugo de Los Caballeros Templarios, una derivación de La Familia Michoacana. Sembrado de balas el territorio, esos negocios vivían una macabra bonanza.

La extrema violencia de los grupos delictivos, confrontados entre ellos desde el sexenio de Vicente Fox, provocó que las cosas fueran cambiando poco a poco en todo el país: la base social del narco, liderada por incontables células criminales que tarde o temprano terminaban masacrándose, comenzó a migrar a otro negocio que resultaba menos peligroso para ellos: la extorsión. Los sobrevivientes de las guerras narcas empezaron a apreciar sus vidas (nunca las de los demás) y calcularon que podrían existir más años si dejaban de disputarse la siembra, el tráfico y el comercio de las drogas, para pasar a joder a los demás ciudadanos con el cobro de piso.

Además, le temían al Ejército y a la Marina desde el sexenio de Felipe Calderón, lo que se acentuó con Enrique Peña Nieto, y también le huían a algunos cuerpos policiales especializados, como a los GATES de Coahuila, que sin temor alguno combatían al crimen organizado. Los legendarios Zetas llegaron a temer a los GATES. Los soldados y los marinos, con su eficacia, con su letalidad, constantemente les minaban fuerzas a los capos y les decomisaban buena parte de sus ganancias. Tanto les temían a los militares, que echaron mano de una estrategia repetida por todo el país: poner denuncias ante comisiones estatales de derechos humanos. Los abogados de la mafia ya tenían machotes: todas las quejas se parecían muchísimo. La mayoría no terminaba en recomendaciones, pero otras sí, en buena medida gracias a la presión de medios locales sometidos por el crimen organizado (ley de plata o plomo), y por los extravíos de columnistas chilangos que, desde sus sabiondas tertulias que parecían ritos de sectas intelectuales, siempre se veían a sí mismos como monaguillos y centinelas de lo políticamente correcto, sin que les importaran un carajo los sufrimientos a ras de tierra de las poblaciones sometidas a los criminales, y los padecimientos de las fuerzas militares y policiales, que cada mes perdían miembros de sus tropas caídos en combate, o incluso, desaparecidos.

En el sexenio pasado varias autoridades federales y estatales minimizaron el flagelo de las extorsiones (en Michoacán y Ciudad de México hubo un momento en que de plano las desaparecieron del índice delictivo), y la consecuencia fue que se convirtió en el delito favorito de los criminales. El crimen perfecto, con una impunidad prácticamente del 100 %. Hoy, con el repliegue de las fuerzas federales y estatales (abrazos, no balazos), los cobradores de piso no sólo se han envalentonado y asuelan ciudades y regiones enteras en todo el país, sino que ahora se matan entre ellos… por la titularidad del gran negocio que les representa no hacer nada seis días a la semana, y cobrar todo en tan sólo un día.

Delito que poco se denuncia por el miedo a represalias, de cualquier manera le proporciono, lectora-lector, los datos oficiales para que constate el crecimiento de este cobarde crimen, de acuerdo a las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública: víctimas de extorsiones en 2018, un total de 6,895, 18 al día, en promedio; en 2023, un total de 10,971, en promedio 30 cada jornada, 59% más. Al menos una persona cada hora. Y eso, sin contar la cifra negra: según especialistas, se estima que el 95% de las extorsiones no se denuncian, lo que implicaría que se trataría de más de 2,850 extorsiones al día en todo el país, 118 por hora, prácticamente dos cada minuto.

Esa es la verdadera guerra que hay que pelear hoy, la más importante, una guerra que hay que combatir con inteligencia, con cámaras de seguridad para captar a quienes cobran personalmente, y con rastreo de cuentas para seguir el dinero hormiga depositado en los bancos. Si no se controla este delito de cobardes y bolsones que despojan a la gente de lo que ganan cada semana (vea usted Chilpancingo, Acapulco y Taxco paralizados estos días por las extorsiones a los choferes de transporte público), esta guerra de nuestros días, en la cual ya se usan drones para asesinar en zonas rurales, será la peor pesadilla mañana, porque se extenderá de forma irresoluble.

De hecho, hoy ya es un crimen metastásico que afecta a todas las capas de la población, desde empresarios y transportistas hasta un tortillero, y todas, absolutamente todas las autoridades del país, carecen de una estrategia adecuada para contenerlo.

Ya basta.

Twitter: @jpbecerraacosta

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