Ayer me acerqué al lugar del atentado contra Omar García Harfuch, miembro de una dinastía militar y policial. Estuve un rato ahí y en las calles aledañas. Quería platicar con vecinos y quería ver el lugar de los hechos para constatar la insolencia a la que han llegado los criminales mexicanos: quisieron matar, ejecutar al más importante jefe policial del país en Paseo de la Reforma, en la avenida más hermosa de Ciudad de México, justo en las Lomas de Chapultepec, en la colonia de más abolengo de la capital, en una zona que suele ser muy segura, que está llena de cámaras de vigilancia, y que está poblada no solo por empresarios, políticos, comerciantes y diplomáticos, sino por miles de familias de clase alta y muchos trabajadores modestos que laboran en sus residencias y en los negocios que abundan en el área: vi restaurantes, una gasolinera y una estética a unos metros de la zona del ataque.

Ahí, en Reforma, entre Sierra Madre y Avenida Monte Blanco, murió Gabriela, oriunda de Xalatlaco, Estado de México. Tenía 26 años y vendía tlacoyos y quesadillas en la zona del Auditorio Nacional, hacia donde se dirigía a trabajar cuando una bala perdida le quitó la vida. Dejó huérfanas a dos niñas. Tania, su hermana, fue herida. “Ella perdió la vida sin querer, solo iba a trabajar y de repente la mataron”, dijo la abuelita de la víctima, Petra Velázquez, en charla con Alexis Ortiz, colega de EL UNIVERSAL.

Esa desgracia les tiene sin cuidado a los criminales. Si hubiera sido un día normal, un viernes sin pandemia, les hubiera encantado causar más bajas colaterales: tal vez madres conduciendo camionetas con sus hijos estudiantes en camino a los colegios.

Estaríamos hablando de una masacre y aunque no sucedió así, los delincuentes lograron su objetivo: provocar estupefacción y terror en el centro del poder de México.

Transmitieron su tenebroso mensaje: somos capaces de armar un operativo con cuatro comandos de siete sicarios cada uno, apostarlos donde se nos sé la gana, y podemos atentar contra quien sea, cuando sea y donde sea.

Así son las guerras criminales en México: machas, despiadadas, impunes. Y a quien desafíe sus codicias, le aplican plomo. Mucho plomo. Si el Secretario de Seguridad Ciudadana de la capital puede ser baleado, imagine usted…

Ayer, en una imagen elocuente que retrata el poder de fuego de los narcos y la intensidad de la refriega, los peritos no se daban abasto: no les alcanzaban los pequeños cuadrados amarillos, con uno o dos números negros cada uno, que ponen encima de los casquillos. Era tal la cantidad de balas que fueron disparadas, era tan numerosos los proyectiles de grueso calibre y los casquillos regados en el pavimento, aceras y jardineras, que el recuento balístico no alcanzaba: necesitaban cuadritos con tres dígitos: no había cómo identificar la bala 101, la bala 102…

Una familia, vecinos del lugar, se acercó. Un chaval universitario dejó grabarse de espaldas, viendo hacia la camioneta de García Harfuch, y narró su amanecer:

—Estaba dormido, no me dio chance de checar la hora por el susto, pero estaba por despertarse porque tenía clases en línea. La balacera nos despertó. Fueron unos cuantos minutos de estar escuchando los proyectiles, los balazos. Era como… pirotecnia.

—Se asustaron… —le dije.

—Bastante.

—¿Qué hicieron?

—Lo normal, ¿no? Replegarse en el piso y esperar a que pasara… —concluyó con mirada consternada.

Lo “normal” en Ciudad de México no puede ser eso: tirarse al piso hoy o cualquier día por un atentado perpetrado por varias células criminales en Reforma.

Las guerras del narco, con sus retadores actos criminales, ameritan una respuesta dura del Estado mexicano: sin abrazos y con los balazos que sean necesarios…

jp.becerra.acosta.m@gmail.com / Twitter: @jpbecerraacosta

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