Tuve la fortuna de llegar a vivir a Acapulco cuando empezaba el siglo, en enero del año 2000, pero me enamoré del puerto muchos años atrás, como le ha sucedido a millones de mexicanos. Desde pequeño fue un sitio entrañable para mí: ahí tenía dos primas-hermanas y un primo-hermano y cuando mis padres me llevaban la pasaba muy bien. De adolescente y joven adulto lo gocé mucho más: cada vez que juntábamos dinero, amigos y yo nos escapábamos en coche, en autobús, incluso en avión, y nos divertíamos muchísimo entre nosotros, y a veces, en vacaciones, también con nuestras novias o amigas con quienes paseábamos en las playas y gozábamos las noches acapulqueñas. 

La discoteca Baby’O era LA DISCOTECA, la más deseada, la más anhelada, la más admirada. Aunque su interior era superado por muchos antros más en cuanto a espacios y tecnología, esa pequeña cueva con su diminuta pista de baile era el más famoso sitio de reventón en todo México.

Hoy, es triste ver que ese lugar de tantas memorias afectivas se ha extinguido bajo el fuego criminal, pero el emblemático lugar nocturno solo era minúscula parte del andar: durante décadas lo más entrañable siempre fue la convivencia, las amistades y los amores que Acapulco estimuló y cobijó a cualquier hora y en cualquier rincón. Sus atardeceres portentosos, sus playas deliciosas, sus mares (sí, hay muchos mares con distintos temperamentos en Acapulco), su comida exquisita, su gente divertida y acogedora, su clima tan nutritivo.

En el 2000, cuando me volví acapulqueño durante cinco años que fueron una vida (ahí voté por el primer gobernador no priista en la historia local, Zeferino Torreblanca, que apaleó a Héctor Astudillo), primero viví solo en la hermosa Bahía de Santa Lucía, y después, a partir del 2001, con mi hijo mayor, Luciano, que en ese entonces tenía siete años. Acapulco estaba en su apogeo, repleto los fines de semana, atascado durante las vacaciones, todo mundo en gerundio, gozando la existencia… hasta que por ahí del 2004 el narco enloqueció e incendió el paraíso.

Como empresarios, los narcos guerrerenses siempre han sido unos estupendos clavadistas suicidas: mataron su mercado. Tenían compradores por montones: lugareños, chilangos cada fin de semana, turistas gringos y canadienses, pero su infame machismo y su codicia arrasó con todo. Se empezaron a pelear la plaza, yo te degüello a dos, yo te desaparezco a cinco, yo te ejecuto a veinte, yo te disuelvo a veinte. La más estúpida de las guerras narcas se libró en Acapulco. ¿Resultado? Los springbreakers gringos se despidieron para siempre del puerto, los chilangos de fin de semana dejaron de ir o se encerraron en sus departamentos y casas, y el lugar nunca se recuperó.

¿Y cuál fue la solución que encontraron estos brillantes delincuentes para reordenar todo ante la impavidez de los gobiernos municipales, estatales y federales que han pasado desde entonces a la fecha? Perdón por mi latín, pero el capitalismo de hamaca, el capitalismo de huevones. No hay otras palabras para describir lo que hacen: los que realmente gobiernan Acapulco son narco extorsionadores (los alcaldes no existen, es la verdad). Estos cobradores de piso no hacen nada durante la semana y hacia el jueves y viernes pasan a cada negocio a robar, a cobrar su infame impuesto criminal. ¿A quiénes? A todos. Lo documenté en varios reportajitos: le cobran al que vende gelatinas y cocos en la playa, al lanchero, al que renta motos, al restaurantero, al hotelero, al comerciante, a las escuelas privadas, a los que tienen puestos en los mercados, al abarrotero, al taxista, a todo mundo.

¿Quién puede sobrevivir pagando impuestos legales y viéndose saqueado cada semana por estos miserables que hoy mismo no se tientan el corazón para quemar negocios, taxis, y torturar y acribillar personas que se niegan a pagar el diezmo delictivo?

Acapulco lleva años así, moribundo. Su economía medio sobrevive lastimosamente gracias a que miles de mexicanos le siguen siendo fieles en Semana Santa, verano, algunos puentes y diciembre. El resto del tiempo el puerto es una especie de zombi tropical.

Pasan alcaldes, gobernadores, presidentes, y nada: las palmeras siguen bamboléandose cada vez más abandonadas…

BAJO FONDO

Cuando uno vivía en Acapulco, hasta 2004 y 2005, uno podía ponerse unos bermudas, una camiseta, calzarse unas chanclas, y echarse a andar para ver el atardecer y comerse un helado o una paleta. Y ya. Sentir la brisa. ¿Quién iba a imaginar que súbitamente esa sencillez se volvería algo extraordinario? De pronto había un ejecutado por aquí, una cabeza por allá, un quemado por algún lado, y el miedo fue corroyendo todo como la humedad y la sal que se cuelan por cualquier rendija. Daba miedo salir, daba miedo encontrarse con una balacera, ser asaltado, o simplemente toparse con uno de esos machitos de la tropa narca: una noche bajé del vehículo en el que viajaba para comprar cigarros en un Oxxo. Me acerqué a la ventanita de la tienda (pasaba de medianoche, ya no había acceso, solo venta por ventanilla), pedí, y en eso llegan dos fulanos. Uno de ellos, de forma altanera, le grita al expendedor que regrese, que lo atienda a él y que le traiga dos six pack helados en chinga. “Yo llegué primero”, le dije sin alterarme, viéndolo a los ojos. No me dijo nada, hizo una mueca horrenda, burlona, y sacó de la espalda, del cinto, una escuadra y me apuntó.

-Primero me atiende a mí… -repuso, blandiendo el arma, ojos insolentes y helados, de llevo varios muertos, incluido tú, si quieres. Se me fue la ira a la cabeza. Tuve ganas de retarlo, de vamos a darnos en la madre a puño limpio, cobarde, pero apreté las mandíbulas y lo liquidé con la más espantosa de mis miradas.

-Qué me ves, ¿no te gustó, puto? -me retó, y me acercó más el arma y su cuerpo, su pestilente rostro a sudor rancio.

Me petrifiqué unos segundos. Garganta seca. Latidos de corazón acelerados. Adrenalina que marea.

Viré la cabeza para ver a mi hijo que estaba adormilado en la parte trasera del coche. Regresábamos de una cena familiar de fin de semana. Imaginé velozmente que despertaba aterrorizado por el estruendo de las balas que habían acabado con la vida de su padre. Su padre que ya no tenía rostro y que era un charco de sangre en La Costera del Acapulco Viejo. Lo vi ahí, llorando solo, sin entender nada, huérfano, a merced de la desgracia y de despiadados sicarios acapulqueños. Di un paso para atrás. Otro. Uno más, agaché la mirada. Me retiré del lugar sudando helado.

“Diosito, que no me dispare por la espalda.”

Unos meses después, al concluir el ciclo escolar, abandonamos nuestro Acapulco que tanto amaba Luciano, mi hijo que gozaba y gozaba nadando intrépidamente sus olas, ese Acapulco de nuestros silencios viendo atardeceres en paz, esas puestas del sol que no, ya no existían desde aquella noche.

Afortunadamente los turistas no se percatan, salvo que se topen con una balacera o un levantón, pero hoy, me dicen mis gentes queridas de allá, Acapulco ya no está así como se padecía aquella noche del Oxxo, cuando el narco ya era dueño del lugar: hoy, hoy “está peor”, me cuentan con voces desganadas, resignadas, abatidas.

Sí, pues, tal como comprobamos con las imágenes del Baby’O en llamas…

jp.becerra.acosta.m@gmail.com
Twitter: @jpbecerraacosta

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