La elección del insulto es la elección de un sistema cerrado, excluyente y con poderosos incentivos para el autoritarismo. Es el camino de pérdida cotidiana de miles y millones de oportunidades para construir confianza y sumar talentos y fortalezas en propósitos comunes con quienes piensan y coinciden, pero también con aquellos que pensando distinto anhelan un destino común.

La escuela del odio y del insulto abona a ampliar las brechas de inequidad, lastima y amenaza las libertades e inhibe la participación indispensable para construir un mejor futuro.

Porque los puntos medios no son una opción pues elegimos por un sistema democrático o por un sistema en donde cada día caben menos ciudadanos.

Entre las consecuencias más graves de un sistema regido por el odio es que las leyes simple y sencillamente no existen porque los juicios sumarios pesan más que un Estado de derecho y la justicia se reduce a la sentencia de unos cuantos.

La violencia verbal escala todos los días, y uno de sus mayores peligros es la normalización de los insultos, las amenazas, las descalificaciones y agravios, haciendo de lado las razones, los argumentos, el diálogo, el respeto y las leyes, al que obliga cualquier sistema democrático y civilizado.

Los caminos y las consecuencias no pueden ser más distantes entre elegir las razones o los insultos. El camino de los insultos nos está conduciendo a la polarización, el odio y la exclusión, incluso, a criminalizar a quien o quienes tengan una opinión diferente a la nuestra.

En el camino de los insultos y el descarte de antemano, no hay ni una sola rendija para las razones, y ya no digamos para el diálogo y los acuerdos, porque la vía del insulto, y más cuando se personaliza, suele no tener retorno.

Si optamos por el camino de los peores adjetivos no habrá posibilidad de mirar lo positivo en los otros, y a cada adjetivo y con cada insulto se levantan barreras y muros que terminarán por dinamitar cualquier esfuerzo para construir un puente.

El camino del odio cobra cada día más fuerza en las redes sociales, en la vida cotidiana, en los posicionamientos políticos y en miles de hogares convertidos en infiernos.

Y así como algún día la violencia empezó a normalizarse y los cobros de piso, los secuestros, los asesinatos, las fosas comunes y desaparecidos, fueron convirtiéndose en parte de una estadística horrible y profundamente dolorosa, hoy estamos frente a la tragedia que nos significaría como nación la normalización del odio y del insulto, abandonando las razones y los valores fundamentales de una democracia y una convivencia civilizada y pacífica.

En días recientes hemos vivido un debate importante sobre el retorno a clases para millones de niñas, niños y adolescentes, pero hay una escuela aún más poderosa que va conformando el alma y el destino de una nación, es esta escuela cotidiana en donde se enseña la construcción de la paz en la pluralidad y las bienvenidas diferencias, o la escuela del agravio, los adjetivos, el odio, los insultos y ese resentimiento que termina por impedir escucharnos y mirarnos entre nosotros.

El camino del insulto resulta más fácil porque no exige razones ni argumentos ni debates ni consideraciones de alguien más, pero sus consecuencias son irremediablemente la destrucción.

El odio destruye todo lo que toca y abandonarlo puede llevar generaciones completas.

A México no le hace bien la polarización, la descalificación ni los adjetivos; necesitamos un país más incluyente, más respetuoso, más humano y más generoso.

Un país en donde alrededor de una mesa nos encontremos todas las fuerzas políticas para atender las necesidades que apremian, porque en México hay dolor, y ante el dolor lo último que debemos renunciar es al diálogo.

Como diría la activista y premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú: "La paz es la hija de la convivencia, de la educación, del diálogo"; o como afirmaría Juan Pablo II: "La paz exige cuatro condiciones esenciales: verdad, justicia, amor y libertad. La paz no se escribe con letras de sangre, sino con la inteligencia y el corazón".

Bajo las reglas del odio, la confianza y la certeza desaparecen y todo se reduce a un “estás conmigo o en contra de mí". La historia da cuenta que bajo estas reglas no existe familia, comunidad, ni país que haya podido construir un mejor presente y futuro.

Senadora de la República.

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