Atreverse a poner al día a símbolos del fascismo mundial, como el exdictador y asesino chileno, Augusto Pinochet, es cosa seria, y como vampiro moderno que se niegan a morir, más. “El Conde” es una cinta imaginativa de arte del cine chileno debida al director Pablo Larraín (justamente el realizador también de “Jackie”, la mujer de JFK), en tono de purísimo cine de comedia negra, que ha resultado una de las verdaderas sorpresas que, de vez en vez, ofrece Netflix.

En el olvidado sur de frío extremo, el director ha tendido una escenografía fascinante y moderna a la vez, donde los corazones triturados por una licuadora de última generación proporcionan sangre nueva, de la no tan antigua, en su morada personal del viejo continente, donde se ha ido a refugiar el dictador. Ahí han acudido sus hijos para recibir no dadivas, sino una jugosa parte de la plata que se robó estando al frente del gobierno chileno. Unos 250 años de vida han pasado sobre el general y ya no tiene aspiraciones de vivir más. Por eso, entre su fiel mayordomo Fyodor (Alfredo Castro), su esposa y sus hijos presentes, han contratado a una monja francesa para que cuente y reparta el dinero robado, aunque el mundo lo cite a él siempre como a un ladrón.

La brillante sátira y puesta en escena con asombrosos y cautivadores vuelos diurnos y nocturnos, logra hacer blanco en el corazón del exdictador chileno en decadencia, con una pícara elegancia muy especial. Imposible no ser cautivados por tan maniaco corazón que bucea subrepticiamente por el laberinto atrayente de túneles construidos en una de las casas a punto del congelamiento.

Los gags a que dan lugar conspicuas conspiraciones de a dónde fue a parar el dinero a repartir, son quisquillosos y bien construidos, como sus proezas en diálogos y situaciones desesperadas a las que se ve de cuerpo entero Pinochet, de quién se hace una esperpéntica genealogía desde su nacimiento hasta su no comprobable extinción.

El reparto encabezado por Jaime Vadell como Pinochet; Gloria Muchmeyer, su esposa, la manada de hijos no tocados por el vampirismo (Alfredo Castro, Amparo Noguera, Diego Muñoz…), la contadora francesa, Paula Luchsinger y el resto del crew, están bien posesionados en sus roles estelares plagados de humor muy negro y mala leche, y es un perfecto modelo de cine de género con diálogos eficaces. Lo que salva a Pinochet es su amor hacia la cultura. Los libros de los que atesoró en primeras ediciones y que ahora son obras de arte valiosas, son el dinero que nadie ve, sólo la malvada “Dama de Hierro inglesa”, Margaret Thatcher.

Nunca fuera de Nosferatu, las versiones de Drácula de la Universal y la Hammer; incluso la adaptación mexicana de Germán Robles, supera a este vampiro pinochetista delicado, humorista y perverso, que rebosa en un universo maligno, disfrazado de broma ingenua con estacas y martillos que se le resbalan.

La película se goza de principio a fin y hay tipos fascinantes como el mayordomo del Conde, que orquesta detrás de cámara. Caben, hay que decirlo, y son bienvenidos, toda suerte de clichés, predicciones, disparates y terror liberal a punta de colmillos todavía afilados, en lo que sin duda será el filme vampírico del año, con las atrocidades que ello conlleva, en una puesta en escena armada con buen mal gusto. Ahora que todas las cosas son pueblos mágicos, ésta es una cinta para recordarnos que el mal, aunque pueda verse disfrazado de realismo mágico, también tiene su lado maniaco y bien afilado en este cine fantástico, burlón y de exquisita sátira. Sí hay mal que dure 100 años.

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