El malestar se ha convertido en ira y hay razones para ello. El acoso y el maltrato, la discriminación y vejaciones rutinaritas, las violaciones y asesinatos, han desatado un movimiento más que legítimo reclamando el cese de la violencia contra las mujeres. Se trata, en efecto, de un asunto de primer orden si es que aspiramos a relaciones igualitarias y de respeto, a un ambiente medianamente armónico. El “no a la violencia contra las mujeres” es sencillo de enunciar, pero hacerlo realidad no será fácil. Una larga y nefasta tradición gravita entre nosotros y tiene raíces profundas. Es necesario descalificar en el imaginario social cualquier tipo de dicterio contra la dignidad de las mujeres y (creo) la escuela y los medios de comunicación deberían —porque hoy no lo hacen— jugar un papel privilegiado en esa materia (las familias también, pero infinidad de ellas son las reproductoras “naturales” de las pautas machistas; y las redes, por desgracia, trascriben por igual reacciones empáticas y las consejas más estúpidamente misóginas). Lo otro, las sanciones, no pueden corresponder más que a la autoridad; se trata de una responsabilidad intransferible. Y en esa dimensión tenemos, para decirlo de manera blanda, un déficit mayúsculo. Ni policías ni ministerios públicos ni jueces están adiestrados suficientemente para resolver y sancionar las conductas violentas contra las mujeres. Es una asignatura pendiente mayúscula.

Pero la llamada violencia reactiva no debería tomar carta de naturalización porque nada bueno expresa y presagia y porque no se trata siquiera de una reacción espontánea, sino de pequeños grupos organizados que se preparan para hacerla explotar. Doy mis razones (algunas de principio y otras instrumentales):

1. No idealicemos la violencia. La violencia es siempre destrucción, agresión, pérdida. Para algunos es la “partera” necesaria para construir un porvenir mejor, pero esa apuesta es eso, una jugada incierta, y por lo pronto solo genera ruina, tensión, zozobra. Hoy, dicen algunos, son “solo” vidrios, autos, monumentos, fachadas (lo cual no es poco), pero mañana podrán ser heridos y hasta muertos. Porque la violencia, eso sí, suele ser incremental.

2. Los medios no son anodinos. La violencia nunca es trivial, fija identidad. En el tradicional debate entre fines y medios, por supuesto hay que temerles a aquellos que proclaman fines aviesos (por ejemplo, los supremacistas blancos). Desde el enunciado de sus objetivos producen terror. Pero hay, ejemplos en la historia sobran, quienes, pregonando fines superiores, loables, dignos, acabaron distorsionándolos por el uso de medios incompatibles con los fines, destacadamente la violencia. Porque en demasiadas ocasiones son los medios y no los fines proclamados los que definen a las personas, movimientos y partidos.

3. Y cuando se convierte en un “medio” eficiente invariablemente se transforma en un precedente nefasto. Primero se utiliza contra los enemigos, luego contra los adversarios, después contra los aliados, los compañeros de ruta o compañeros a secas. Porque una vez legitimada no parecen existir los diques suficientes como para contenerla. Si fue buena para X, será buena para Y.

4. Puede ser el preámbulo que legitime la violencia estatal, con lo cual la espiral de destrucción y sangre eventualmente puede incrementarse. Quizá ello explique la prudencia del gobierno de la ciudad, vista por otros como inacción y exceso de permisividad.

5. En este caso, un movimiento legítimo que despierta simpatías por doquier y que tiene enormes potencialidades expansivas, puede erosionarse porque la violencia expulsa de sus filas a aliados y simpatizantes que no comparten y temen a los métodos violentos. Y al mismo tiempo, resta legitimidad a un reclamo trascendental.

En una palabra: una causa justa, necesaria, digna de apoyo, requiere de medios igualmente idóneos para expresarse. De lo contrario, los medios pueden acabar distorsionando tanto a los fines como a los sujetos que la impulsan.


Profesor de la UNAM

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