Nuestro debate público parece intenso y es colorido, pero no resulta muy fructífero. Es fragmentario, emocional e incapaz de observar el conjunto. Bien a bien no sabemos a dónde nos dirigimos (y la lírica y retórica del Plan Nacional de Desarrollo nubla aún más el panorama). Por supuesto, en todos los terrenos (economía, política, cultura, ciencia, pobreza, desigualdad, etc.) se requieren discusiones puntuales y las acciones y omisiones gubernamentales reclaman análisis y crítica. No obstante, en ocasiones vale la pena dejar de observar, por un momento, árbol por árbol e intentar entender al bosque. Los árboles son demasiados, desiguales y tienen diferente jerarquía, por ello (creo) vale la pena intentar ampliar el campo de visión.

El siguiente es un esbozo de mi perspectiva (por supuesto hay otras):

1. En el pasado inmediato México construyó una germinal democracia, un régimen capaz de cobijar la competencia y convivencia de su diversidad política. No fue, ni podía ser, el arribo al paraíso terrenal porque éste solo existe en los ensueños utópicos. Pero ahí están las expresiones de esa novedad que debería ser reconocida y apuntalada: elecciones competidas, pluripartidismo, espacios estatales colonizados por la pluralidad política, presidencia acotada por otros poderes constitucionales, Congreso como asiento de la diversidad, Suprema Corte desahogando acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales, ampliación y ejercicio de las libertades, emergencia de una sociedad civil desigual y contradictoria con agendas y propuestas propias, órganos autónomos del Estado que realizan tareas estratégicas y súmele usted. Todo ello hizo más compleja la vida política, pero permitió el reconocimiento, la expresión y recreación de la diversidad.

2. Pero ello no es valorado no solo por el actual gobierno sino por capas amplias de la población. Los fenómenos de corrupción reiterados y documentados hasta extremos de película de horror; la espiral de violencia e inseguridad con su cauda de muertos, desaparecidos, zonas del país en manos de bandas delincuenciales; más una economía que no creció con suficiencia impactando a generaciones sucesivas de jóvenes que no encontraron un porvenir promisorio en el mercado formal; más nuestra ancestral y oceánica desigualdad que obstaculiza eso que la Cepal llama cohesión social, quizá puedan explicar por qué lo construido en el terreno político significa tan poco para tantos. Y si a ello sumamos que carecimos de una pedagogía suficiente para socializar el tránsito de un sistema autoritario a otro inicialmente democrático, a lo mejor comprendemos las razones del desencanto.

3. Por ello, el combate a la corrupción, la edificación de condiciones para la seguridad, el necesario crecimiento económico y las políticas contra las desigualdades deben estar colocadas en los primeros lugares de la agenda nacional. Durante varias décadas, como país, dedicamos infinidad de esfuerzos para democratizar la vida política y para contar con autoridades estatales reguladas, divididas, vigiladas y con fórmulas judiciales para que los ciudadanos pudieran defenderse de sus excesos. Y los resultados (con todo y sus asegunes) están a la vista. No obstante, la “cuestión social” fue olvidada y si queremos afirmar nuestra incipiente democracia y crear las condiciones para una vida social medianamente armónica tiene que ser atendida. Los temas del trabajo, los salarios, la salud y la educación, las políticas públicas para la equidad, etc. deben ser una de las brújulas de nuestra navegación.

4. Pero todo ello merece hacerse a la par que robustecemos nuestra imperfecta democracia. No tirando por la borda lo construido, como si resultara baladí e innecesario. No valorar aquello que debe ser preservado o reformado, imaginando que vivimos un momento fundacional de todo puede resultar catastrófico.

(Esta nota está desarrollada en un libro mío de reciente aparición, En defensa de la democracia, de la editorial Cal y Arena).

Profesor de la UNAM

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