En la mañanera del 18 de marzo, el Presidente finalizó con las siguientes palabras (las transcribo de la manera más fiel posible): “Tranquilos. Pero vamos a estar más tranquilos porque ya vamos a tener hecho todo lo que se va a aplicar en el caso del agravamiento de la crisis. Les digo el escudo protector es como este como el detente… ¿Saben lo que es el detente verdad? El escudo protector es la honestidad, eso es lo que protege, el no permitir la corrupción. Miren esto es el detente (saca una estampita y se queda viéndola). Detente. Esto me lo da la gente (hay murmullos de los reporteros). Ya ustedes averígüenlo (busca otra) Esta otra miren. Es que me dan. Son mis guardaespaldas. Igual esto es muy común en la gente. Y tengo otras cosas porque no solo es catolicismo sino también religión evangélica y libres pensadores que me entregan de todo y todo lo guardo. Porque pues no está de más. Miren aquí hay otro detente. Detente enemigo que el corazón de Jesús está conmigo. Pero no hay ni siquiera enemigos. Son adversarios. Yo no tengo enemigos ni quiero tenerlos. Pero les quiero mostrar algo que le va dar mucho gusto al señor que me lo dio si lo muestro aquí (lo busca y no la encuentra). No lo traje. Es un trébol. En Tampico. Este, el señor del restaurante El Porvenir, es muy importante porque está enfrente del panteón (se ríe). Y hay un letrero, si ahorita no lo encuentro. Y miren este. Este me lo dio un migrante (exhibe un billete de dos dólares). Ánimo. Nos vemos mañana”.

Llama la atención el “cantinflismo”, las frases inacabadas, los saltos lógicos, el champurrado de ideas. Pero lo más preocupante es la activación de las supercherías de origen religioso para hacer frente a un reto mayúsculo para el Estado y la sociedad: la pandemia del Coronavirus. Hay quien dice que se trata de una fórmula del Presidente para conectar con legiones de personas creyentes y quizá algo de eso sea verdad, un recurso instrumental que refuerza los prejuicios de millones. Se trataría de explotar las simplezas y tonterías para darle a la gente por su lado. Pero tengo la impresión de que es algo más profundo y con eventuales derivaciones catastróficas: quizá no sea siquiera demagogia, sino desprecio a los códigos de la Ilustración y el fomento de recetas de pensamiento asentadas en la sociedad y contrarias a la argumentación racional que, al parecer, comparte nuestro Presidente.

Por ello, salir en defensa de la razón, la ciencia y el humanismo, como diría Steve Pinker, es necesario porque desde sus orígenes la Ilustración, ese afán por salir de las “tinieblas” por medio del estudio, la investigación y la ciencia, tuvo que contender con potentes corrientes anti ilustradas, una de las cuales (no la única) tenía y tiene un fuerte motor religioso. Se trata de fórmulas que defienden los dogmas religiosos ante la zozobra que generan las tendencias modernizadoras que alejan a las personas de la fe, amplían sus márgenes de libertad y construyen un nuevo tipo de ciudadano cada vez menos subordinado a supuestas fuerzas divinas y más responsable de su destino. Y por supuesto que la fe en figuras metafísicas tiene nutrientes recios: la fragilidad de la vida, la incertidumbre ante el futuro, las catástrofes naturales “inexplicables”, en fin, las múltiples interrogantes que genera la existencia. Pero ante el intento de dilucidarlas por medio de la razón siempre ha existido la tentación de “resolverlas” a través de “verdades reveladas” que, por su propia naturaleza, no se pueden controvertir.

El problema fundamental es que ante el enorme reto contra la salud solo tenemos los conocimientos derivados de la ciencia; y fomentar la protección a través de estampitas milagrosas no puede sino presagiar múltiples desgracias. No se trata entonces de un recurso político más, una forma de “conectar” con la gente, un mecanismo para generar confianza. Es pura y llana irresponsabilidad fruto de un pensamiento mágico, con fuerte arraigo en la sociedad, pero ajeno a eso que los optimistas calificaron como la “edad de la razón”.


Profesor de la UNAM.

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