Hace unos días, en una de sus conferencias mañaneras, nuestro Presidente refiriéndose a los científicos dijo: “no salen de las oficinas, de los cubículos. Los investigadores, los académicos, no van al campo, no conocen la realidad y no se puede transformar una realidad que no se conoce. Entonces se opina de todo, son todólogos, saben de todo, pero están en las nubes, levitan, no tienen los pies sobre la tierra, no tienen información”.

No había escuchado un desprecio tan cerril, con base en el desconocimiento, a un conglomerado diverso de personas que se dedican a tareas no solo necesarias, sino estratégicas. Claro, si queremos que el país se desarrolle, crezca, genere conocimiento, tecnología, bienestar.

¿Puede descalificarse así a un universo complejo, numeroso, diferenciado? ¿Deben meterse a investigadores de muy diferentes disciplinas en un mismo saco? ¿Sabe el Presidente que dependiendo del área de especialidad los académicos trabajan con distintos instrumentos? Habrá quien pase sus días en archivos y bibliotecas, otros en laboratorios, algunos más en el campo y súmele usted. ¿Estará al corriente de que en muchas disciplinas los equipos de trabajo científico remedan a los viejos gremios medievales, puesto que hay maestros, oficiales y aprendices? Una jerarquía basada en el conocimiento. En ese universo hay diferentes capacidades y calidades. Tenemos investigadores de excelencia, buenos, regulares, malos y aún simuladores, y suelen ser sus propios colegas los que los señalan. ¿Para qué necesita un historiador del siglo XIX ir al campo? Ni modo, un astrónomo deberá estar laborando pegado al telescopio. La inmensa mayoría de los científicos normalmente opinan de asuntos ligados a su campo de especialidad, aunque como ciudadanos tienen todo el derecho a expresarse en relación a cualquier materia. Y en efecto, hay quienes opinan de (casi) todo, pero no son precisamente los científicos, sino aquellos que participan en el circuito del debate público, donde destacan los políticos a los que se les dificulta decir simplemente “no sé”.

Lo que preocupa es la descalificación de grandes conjuntos humanos de manera caprichosa. Intranquiliza el mecanismo simplificador, la rutina de pensamiento que de manera mecánica invalida un quehacer complejo y variado. Se trata de un acercamiento prejuiciado (porque es claro que no se le conoce). El prejuicio consiste en atribuir propiedades negativas a comunidades amplias. Esa fórmula reductora de la complejidad es la que activan, por ejemplo, misóginos, homófobos y racistas. En los tres casos a un conjunto enorme de personas se les colocan adjetivos descalificadores: “Las mujeres son”, “los homosexuales son”, “los negros o los indígenas son” (y usted puede agregar los vituperios que le vengan a la mente). Porque cualquiera sabe o debería saber que estamos hablando de grupos extensos en donde hay de todo (en el otro extremo se encuentran los que solo ven en ellos atributos). En ambas operaciones lo que se suprime es la complejidad. Por cierto, la misoginia, la homofobia o el racismo no hablan de los grupos humanos a los que se dirige el desprecio, sino de los miedos y rencores de quien los porta y difunde. El problema mayor con esas actitudes es que ofrecen una compensación simbólica. El pobre diablo se ufana, en su discurso y sus poses, de que por lo menos no es “vieja” o “puto”. Es un resarcimiento que visto desde fuera resulta triste y alarmante. Pero quien lo activa siente una recompensa (vil, pero recompensa al fin). Por ello es tan difícil desterrarlos.

Ese afán del gobierno por establecer de manera recurrente grandes bandos, simplificando realidades complicadas, genera y seguirá generando graves problemas. Porque ni la vida, ni la política, ni las relaciones sociales son como al parecer las piensa el titular del Ejecutivo. En sus consejas no existen gradaciones, matices, análisis finos, sino reprobaciones de bulto. Y ello no nos dice nada de la “cosa” a la que alude, sino habla de él.

Profesor de la UNAM

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