El 16 de octubre de 1998, para sorpresa de no pocos, Augusto Pinochet fue detenido en Londres donde uno imagina que se sentía seguro. Hay que recordar que fue el juez español Baltasar Garzón el que había interpuesto la denuncia por las violaciones reiteradas y sistemáticas a los derechos humanos durante su sombría dictadura.

Pues bien, casi de inmediato, Javier Marías escribió un breve texto sobre la soberbia que debió modelar su execrable conducta y sobre la estupefacción que muy probablemente lo sacudió. Distinguía al soberbio del orgulloso. Escribió: “el segundo puede ser desafiante y no rebajarse a pedir nada, pero sabe que por ello puede pagar un altísimo precio, el primero se cree invulnerable, impune, inmune en toda circunstancia, y para él no existen facturas”. (Los villanos de la nación. Letras de política y sociedad. Los libros del lince. Barcelona. 2010). La diferencia no es menor. El soberbio vive seguro de que será inexpugnable, que sus actos no se le revertirán, el orgulloso presiente que eventualmente puede pagar por sus excesos.

Ambos se sienten superiores, reclaman ser reconocidos, celebrados, aplaudidos. Pero solo los soberbios creen que tirios y troyanos le deben reverencia; los orgullosos saben que por lo menos para algunos resultan repulsivos. Otra vez Marías: “El soberbio suele negar todo entorno desfavorable, rechaza la existencia de lo hostil o minimiza su importancia, para no ponerse en duda a sí mismo ni a su jerarquía”. Su conformación subjetiva cree que el mundo que imagina es realmente el mundo y si no es así peor para el mundo. Es soberbio porque se siente por encima de todos y por ello mismo exento de compromisos con sus semejantes. Tiene la verdad en un puño y lo demás es lo de menos.

“El orgulloso conoce y arrostra las consecuencias de su orgullo; al soberbio ni se le ocurre que su soberbia pueda tener consecuencias, menos aún desagradables”. Lo acompaña una dura y resistente coraza que lo protege de las opiniones y necesidades de los otros; él no solo es el centro del universo, sino que los demás, pequeños e insignificantes planetas, deben girar en torno a él. Por encima de él nada ni nadie y reclama que le rindan pleitesía porque le parece evidente que él es como suele decirse “el mero mero”. Su auto imagen es la del pavorreal que extiende su plumaje y deslumbra a quien lo observa.

Sigo con las citas de Marías: “convencidos de sus grandezas -huelga decir que casi siempre carecen de ella- ni siquiera son prudentes, ni estratégicos ni precavidos, ni por supuesto imaginativos. Están tan seguros de que nadie se les enfrentará, y de que si alguno se atreve será fulminado al instante por su propia osadía, que a veces ni se protegen lo mínimo en la comisión de sus felonías”. Por ello, especulaba Marías, Pinochet debió recibir con tremenda estupefacción, a los agentes de Scotland Yard cuando fueron a detenerlo. Se sentía superior, inmune, incluso merecedor de honores, pero, aunque sea de manera tardía la justicia lo alcanzó. Su sorpresa debió ser mayúscula y el asombro quizá lo paralizó. Porque el soberbio jamás espera que sus perfidias sean castigadas.

Cualquier analogía con otros personajes me parecería excesiva, fuera de lugar. Pero, como pontificaban los viejos, la soberbia es muy mala consejera. Y no es difícil observar un halo de espectacular soberbia flotando alrededor de la coalición que hoy nos gobierna.

Profesor de la UNAM

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