La nota siguiente tiene tanto sabor como un consomé de pollo. Es insípida, pero necesaria por la expansión de la desmemoria.

Antes de la reforma política de 1977, la Comisión Federal Electoral se integraba con el secretario de Gobernación, que la presidía, un senador, un diputado, un representante de cada partido y un notario público era el secretario. Con la reforma la composición de la CFE se modificó: el secretario de Gobernación, el diputado, el senador y los representantes de los partidos quedaron intocados. No obstante, como se introdujo el registro condicionado a los partidos, los representantes de éstos solamente tendrían derecho a voz, pero no a voto. Completaban el elenco un secretario y el director del Registro Nacional de Electores también con voz, pero sin voto.

Como cada vez más partidos pasaban del registro condicionado al definitivo y con ello tenían derecho a voto, el bloque oficialista podía perder el control del órgano electoral. Por ello, después de las audiencias para una nueva reforma, en 1986, el presidente de la Madrid propuso una nueva fórmula: dejaba intocado al secretario de Gobernación, al diputado y al senador, pero solo tendrían derecho a voto los representantes partidistas de los tres más votados. Hubo una rebelión de los pequeños partidos en el Congreso y se optó por una fórmula de integración híper facciosa: todos los partidos tendrían voz y voto, pero de manera proporcional a sus votos. En 1988, el PRI tenía 16 representantes y 16 votos, y los otros 7 partidos, 12. Uno de los “jugadores” era el organizador y árbitro de la contienda.

Con la crisis post electoral de 1988 fue claro que el país no podía ir a unas nuevas elecciones federales con las mismas reglas e instituciones. Ese fue el acicate para construir el IFE. Y en su Consejo General las fuerzas se equilibraron. Contaban con votos el secretario de Gobernación (presidente), 2 diputados y 2 senadores (uno de la mayoría y uno de la primera minoría), una representación proporcional de los partidos, pero atemperada (máximo 4 mínimo 1), y una figura entonces novedosa que empezó a abrir una nueva ruta, los llamados consejeros magistrados. Eran 6, nombrados por mayoría calificada en la Cámara de Diputados a propuesta del presidente. Esa figura se pensaba como el fiel de la balanza, dado que los representantes partidistas por definición portaban intereses legítimos pero parciales mientras los consejeros de los poderes públicos debajo de su investidura también tenían intereses partidistas.

En 1994, en medio de las campañas políticas sacudidas por el levantamiento del EZLN, los partidos decidieron darse mayores garantías de imparcialidad en la contienda en curso. Los partidos tendrían un solo representante cada uno, pero ahora sin voto y los consejeros ahora llamados ciudadanos remplazaron a los consejeros magistrados. Ya no serían propuestos por el presidente, sino negociados en la Cámara de Diputados. Con ello, esos 6 consejeros tenían más votos que los 5 representantes del Ejecutivo y el Legislativo.

La última vuelta de tuerca se dio en la reforma de 1996. El gobierno salió del IFE y los consejeros del Legislativo, uno por cada bancada, tendrían solo derecho a voz, pero no a voto, igual que los de los partidos. En el trayecto fue claro que los representantes partidistas y de los poderes constitucionales no podían ofrecer garantías de imparcialidad y quedaron como vigilantes y sin poder de decisión. Por eso, ese poder recae en los consejeros electorales.

Profesor de la UNAM
 

 

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