El militante, y no digamos el fanático, piensa que él y los suyos encarnan el progreso, la virtud, los mejores intereses de la colectividad. Sin esa convicción es difícil ser militante (por supuesto que los hay cínicos, aquellos que no creen en nada y solo velan por sus intereses, pero esos son harina de otro costal). Y quizá no pueda ser de otra manera: ¿de qué otra forma se alimenta el entusiasmo, la fe en la causa? Todo parece indicar que es una necesidad creer que uno y su grupo es superior a los adversarios.

Se trata de un viejo resorte. Creer que en política el “sujeto” es lo importante. Ese sujeto retóricamente puede ser una clase, un partido, el pueblo, un líder, etc. Por supuesto no son lo mismo cada uno de ellos. Pero en todos los casos se coloca en una persona, conjunto u organización la capacidad de cambiar las cosas, simbolizar una causa superior, representar las auténticas aspiraciones de los más.

Esa idea ha puesto en marcha potentes movimientos de izquierda y derecha. Los integrantes de esas movilizaciones se ven a sí mismos como lo más decantado de la humanidad, los heraldos de un mundo mejor. Son ellos los justos, los redentores, quienes iluminan y prefiguran el futuro.

El “pequeño” problema es que esa operación mental —sentirse una especie de lo más sublime del género humano— los hace creer que su voluntad es la suprema verdad y sus intereses inmediatos los intereses generales. Y que quienes se les oponen o contradicen no son más que la encarnación del Mal, de intereses aviesos, de aspiraciones innobles. Dado que es un asunto de sujetos en conflicto nada los restringe ni limita. Todo les está permitido y todo debe ser excusado a nombre de una causa superior que por definición rebasa las mezquinas aspiraciones de sus oponentes. Por ello, no reconocen límites ni en las leyes, ni en las instituciones ni en los intereses de los otros.

Esto no quiere decir, ni mucho menos, que las cualidades del dirigente o el programa del partido sean anodinos. Todo lo contrario. Pero la mecánica del poder, que tiende a ser expansiva, lleva a convertir las convicciones propias en recetas absolutas y la voluntad particular en la supuesta querencia de todos (por las buenas o por las malas).

Si el siglo XX no ofreciera ejemplos al por mayor de lo que esa concepción ha generado en términos de devastación, opresión, autoritarismo e ineficiencia, habría que pensar a lo que esa fórmula de razonamiento puede conducir. Pero con la experiencia a nuestras espaldas es imperdonable que algunos (o muchos) sigan pensando en esos términos: en un sujeto probo y salvador que construirá un mundo mejor.

Precisamente porque los sujetos “virtuosos” se sienten llamados a edificar un universo a su imagen y semejanza y con ese impulso acaban configurando un poder sin límites, es que hoy sabemos que junto a los actores necesitamos normas, instituciones y procedimientos que coadyuven a una coexistencia más o menos armónica y productiva de las fuerzas políticas y sociales que palpitan en una sociedad. Un marco capaz de albergar y cobijar a la diversidad connatural de toda comunidad modernizada, aunque ésta última sea imperfecta y esté plagada de contradicciones.

Lo otro, apostar por un líder o un partido en los que depositamos de manera ciega nuestras esperanzas y confianza ya sabemos, por los antecedentes históricos, en lo que suele desembocar: en el reino del capricho y el poder sin contrapesos.

Profesor de la UNAM