El proceso electoral ya inició, aunque su fase más intensa está por venir. Serán —se ha repetido hasta el cansancio, pero es verdad— los comicios más grandes de nuestra historia. 15 gubernaturas, 30 congresos locales, 1926 ayuntamientos y la Cámara de Diputados federal. Es la desembocadura de aquella iniciativa política que consideró que era mejor hacer coincidir la fecha de las elecciones federales con las locales, dado que la rueda de la fortuna electoral en nuestro país nunca paraba y se pensó que de esa manera existirían más momentos para la conciliación y el acercamiento entre las fuerzas políticas, dado que los comicios de manera “natural” tensaba las relaciones entre ellas. El INE calcula que para entonces la lista nominal de electores tendrá casi 95 millones de personas y se tendrán que instalar más de 164 mil casillas (solo en Coahuila y Quintana Roo no habrá elección de Congreso y en Durango y Nayarit no se elegirán ayuntamientos).

Sobra decir que será un momento estelar porque buena parte del mundo de la representación estará en juego. Y dado que los humores públicos suelen ser cambiantes veremos realineamientos relevantes. Habrá quien mantenga sus posiciones y observaremos fenómenos de alternancia en todos los niveles. Se expresará en las urnas una especie de evaluación difusa de la gestión del gobierno federal y los gobiernos locales, y se podrán medir los avances y retrocesos de las distintas fuerzas políticas en el aprecio de los ciudadanos.

Lo que está en juego es mucho. De la nueva composición de la Cámara de Diputados dependerá que esta pueda tener una dinámica independiente o no de los designios presidenciales. De la correlación de fuerzas en su seno dependerá que sea un auténtico circuito de deliberación y acuerdo o una especie de correa de transmisión del Ejecutivo. Se trata —lo sabe cualquiera— de una pieza fundamental del sistema de pesos y contrapesos que diseña la Constitución, pero no cualquier composición permite que esa tarea se cumpla.

Casi la mitad de las gubernaturas estarán en juego. De las 15, 8 son hoy del PRI, 4 del PAN, 1 de Morena, 1 del PRD y 1 independiente. Así que los distintos partidos tienen o mucho que ganar o mucho que perder. El asunto se puede ver a la inversa: 6 gubernaturas que hoy son del PAN no estarán en juego, lo mismo pasa con otras 6 de Morena, 4 del PRI y una de Movimiento Ciudadano. En otras palabras: mientras el 67% de las gubernaturas del PRI estarán en competencia, solo el 14% de las de Morena estarán en ese caso.

Se tratará de una elección nacional con una fuerte dinámica local. Dado que no hay votación presidencial que, en los comicios generales, actúa como una especie de referente omnipresente, la implantación regional de los partidos y los candidatos jugará un papel central. Apunta el Dr. Obvio: las dinámicas de la competencia tendrán un marcado tinte local.

Y algo más: dado que en la reforma de 2008 se estableció que la puerta para el registro de los partidos se abriría cada seis años (y no cada tres como sucedió desde 1977 y hasta ese año), de esta elección saldrán los únicos partidos que podrán competir en 2024. Quienes pierdan su registro se irán a su casa y conoceremos desde el fin del proceso electoral de 2021 cuáles serán los participantes en la próxima elección presidencial.

Unas elecciones, entonces, muy alejadas de la inercia, dado que tendrán un enorme significado e impacto político.

Profesor de la UNAM

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