En todo oficio, en toda actividad, hay calidades. Lo sabemos, lo vivimos y en ocasiones lo resentimos. Los profesores desidiosos a los que no les importan los niños, los médicos indolentes que de manera recurrente fallan en sus diagnósticos o los cerrajeros cuyas llaves, muchas veces, no logran abrir la cerradura. Son presencias rotundas, no productos de la imaginación. No obstante, ellos no descalifican a sus respectivos oficios: imprescindibles. Existen profesores dedicados, excelentes; médicos preparados, atentos, con “ojo clínico”; y cerrajeros eficientes, conocedores de su labor.

En la política sucede algo similar, y aunque una potente ola de opinión tiende a descalificar a todos, como si fueran un conjunto indiferenciado, endilgándole los adjetivos más coloridos, lo cierto es que se trata de un oficio duro, complejo y necesario. Tienen una baja estima pública y muchos dirían, bien ganada. Pero lo cierto es que en esa actividad nada glamurosa también hay calidades distintas.

De manera imprecisa se pueden decir que existen y han existido estadistas, políticos que son capaces de ver más allá del momento, más allá de los intereses partidistas y pueden construir un horizonte venturoso y común. Son, si se quiere, excepcionales, pero resultan una referencia si se quiere pensar en las potencialidades de la actividad política. Se elevan por encima de la rutina y son capaces de diseñar proyectos incluyentes.

Hay políticos a secas que portan valores y encarnan causas. Tienen diagnósticos de diferentes esferas de la vida social y propuestas para enmendarlas o mejorarlas. Tejen relaciones, buscan avanzar sus posiciones, multiplicar su influencia, construir una base de apoyo, y entre ellos, el abanico de calidades es extenso y variado. Hay de todo como en botica, realizan una actividad indispensable, aunque para muchos “político” y los adjetivos más agresivos sean sinónimos.

En el fondo de esta tipología sin ciencia alguna, se encuentra el “grillo”, expresión acuñada para designar a un infra político, sin visión de Estado ni compromiso con causas, es más bien quien en todo tiempo y lugar busca, intrigando, el beneficio propio. Es aquel que en cualquier coyuntura “sabe moverse”, establecer retóricas que le convienen, construir enredos dado que lo único relevante es incrementar su poquito o mucho poder. Es el cerrajero incapaz de hacer una buena llave, pero excelente para engatusar a sus clientes. Carlos Monsiváis vio en el grillo a un político degradado: “el individuo audaz, inescrupuloso, enérgico, siempre conspirativo, hábil, listo (mucho más que inteligente), rencoroso, violento, leal a su grupo mientras su grupo siga en el poder, sin memoria para con sus compromisos y sin compromisos para con su memoria”. (E. Florescano -coordinador-. Mitos mexicanos. 1996).

Un ejemplo inmejorable es el del presidente, en medio de la tragedia que sacude a Guerrero, diciendo que el Poder Judicial debe entregar los recursos de sus fideicomisos para atender a los damnificados. La intención ni siquiera disfrazada es seguir alimentando el encono contra un poder constitucional que no le es grato al jefe del Ejecutivo, continuar nutriendo la imagen de una institución supuestamente insensible al drama que viven miles de conciudadanos. Una grillita, pues. No sé en lo que acabará ese nuevo sainete indigno, pero ilustra los resortes que mueven a nuestro presidente. No los de un estadista, ni siquiera los de un político standard, sino los de un grillo.

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