Murió Fernando Zertuche Muñoz. Maestro, compañero, amigo. Con su pérdida, la vida, de quienes lo conocimos, se empobrece.

Lo conocí en 1994 cuando, a la mitad de un proceso electoral federal, el Congreso decidió nombrar a seis consejeros para que se incorporaran al Consejo General del IFE. Por acuerdo de las bancadas fuimos electos Santiago Creel, Miguel Ángel Granados Chapa, José Agustín Ortiz Pinchetti, Ricardo Pozas, Fernando Zertuche y yo. De los seis era el único que tenía una larga trayectoria como funcionario público. Había sido presidente de la Junta de Conciliación y Arbitraje, secretario general del IMSS, subsecretario de Trabajo, director general del Instituto Nacional de Educación para Adultos, entre otros encargos. Abogado, tenía una fama bien ganada no solo de honesto sino de eficiente. Valoraba el servicio público como eso, un servicio y conocía los laberintos por los que transcurre la función estatal.

Una cierta retórica inescrupulosa pero exitosa, ha desprestigiado en bloque, sin atenuantes, todo el quehacer de los funcionarios estatales; y si se habla del pasado peor aún. Se trata de una especie de antiautoritarismo infantil y facilote. Fernando Zertuche fue un trabajador sistemático, puntual, vigoroso, ajeno a los reflectores, al boato, al espectáculo colorido e insustancial que en ocasiones irradia la función pública. Cumplido, porque creyó siempre que desde sus responsabilidades algo de bien se podía hacer a esa comunidad que llamamos México.

Cuando fue necesario nombrar un secretario ejecutivo en el IFE Fernando resultó la persona idónea. Quizá muchos no lo saben, pero esa posición es fundamental, estratégica, en el Instituto. Se trata de la cabeza del servicio profesional, del “jefe” de las direcciones ejecutivas y la administración, del contacto con las juntas locales, es el representante legal y encabeza la elaboración del anteproyecto de presupuesto, y no sigo porque el espacio no alcanzaría. Pues bien, esas y muchas otras funciones las cumplió con puntualidad, limpieza y eficacia. Además, su carácter, templanza y buenos modales, ayudaron a desmontar litigios odiosos y no pocas ofensas inservibles en diferentes ámbitos de la institución.

Lector omnívoro, melómano sofisticado, derramaba algunos gramos de sarcasmo ante tonterías de todo tipo o de plano desorbitadas. Era un conocedor profundo de la historia, en particular la de nuestro país. Escribió libros sobre Flores Magón, Juárez, Múgica, Torres Bodet. Integrante de la generación de Medio Siglo en la Facultad de Derecho de la UNAM, fue director de esa publicación en su segunda época. En algún momento me mostró, como una curiosidad, el primer texto de un jovencísimo Monsiváis que se inauguraba en las letras con un artículo sobre comercio exterior.

Era portador de una sabiduría suave, decantada por años en el servicio público y por lecturas de todo tipo. No la ostentaba, la deslizaba de vez en vez y cuando creía era necesario. Alguna ocasión me dijo: “Cuídense de los hombres adánicos, los que creen que con ellos empieza la historia o que actúan como si no tuviesen biografía”.

Nos veíamos de cuando en cuando con algunos otros amigos. Estar con él era un deleite. Relajado y agudo, buen observador y mejor conocedor de gentes, irradiaba bondad y sabiduría. Como escribió el poeta Eduardo Lizalde: “A la infame muerte… debemos aceptarla, como se acepta un pan, /una manzana, /podridos, por supuesto”.

Profesor de la UNAM.

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