Es más sencillo transformar normas e instituciones que usos y costumbres. México y sus fuerzas políticas fueron capaces de construir una germinal democracia a través de reformas sucesivas. No obstante, ese nuevo espacio institucional pluralista no es valorado por todos. Y es natural porque los valores y comportamientos del pasado no desaparecen por arte de magia. Se trata de procesos erráticos no exentos de eventuales regresiones. Pero las alarmas se prenden cuando el presidente, sin estimar los avances democráticos, propone un regreso a los hábitos que conoció de joven, las reglas e instituciones que ofrecieron permanencia a un régimen autoritario. Porque solo alguien que no aprecia las innovaciones en el terreno electoral puede proponer lo que estamos escuchando.

1. Acabar con los plurinominales. Si algo lograron las sucesivas reformas electorales fue ofrecer un espacio a la representación de la pluralidad política. La fórmula uninominal (que divide el país en distritos en los que se elige un diputado) es clara, el votante no solo lo hace por un partido sino por una persona. Pero tiene una derivación distorsionadora de la representación por el efecto acumulado de los votos minoritarios que no consiguen nada. Con esa fórmula el partido mayoritario obtiene una sobre representación (un porcentaje de escaños muy superior a su porcentaje de votos), mientras las minorías acaban sub representadas. Por ello en la mayoría de los países de Europa y América Latina lo que encontramos son fórmulas plurinominales para la integración de sus congresos.

No fue casual que una de las reivindicaciones centrales de la izquierda mexicana fuera la de lograr una estricta representación entre porcentaje de votos y escaños. Se trata, si nos tomamos en serio los principios democráticos, de la fórmula óptima para representar la voluntad de los electores. Pero ahora nuestro presidente propone volver a la fórmula anterior a 1963 (cuando se introdujeron los diputados de partido).

2. Elección de consejeros y magistrados. Durante décadas la autoridad electoral se integraba con representantes de los poderes constitucionales y de los partidos. El problema de esa fórmula es que todos ellos tenían una preferencia partidista y era muy difícil construir una autoridad imparcial. Con la fundación del IFE (1990) se diseñó una figura innovadora, la de los consejeros magistrados, que debían ser el fiel de la balanza apartidista en su Consejo General. Luego, para reforzar la imparcialidad, se excluyó del voto a los representantes de los partidos y finalmente el gobierno salió de la organización de las elecciones y los consejeros del Legislativo perdieron también su voto en el Consejo, con lo cual las decisiones quedaron en manos de los consejeros electorales que son nombrados por lo menos con las dos terceras partes de los votos en la Cámara de Diputados.

Pues bien, al presidente se le ocurrió que mejor sean electos en votación universal. Cada uno de los Poderes de la Unión presentaría 20 candidatos y los ciudadanos votarían por 3 en cada uno de los bloques de 20. Así, 3 saldrían de las propuestas del presidente, 3 del Congreso donde es mayoría Morena y 3 del Judicial. Y además como ninguno de los candidatos tendría forma de hacer campaña en todo el país seguramente acudirían a los únicos sujetos con presencia en todo el territorio nacional: los partidos. Acabaríamos, quiérase o no, de nuevo “partidizando” al órgano electoral. El pasado sería nuestro futuro.

Profesor de la UNAM

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