Roland Baines viaja varias veces de Berlin occidental a Berlin oriental entre 1980 y 1981. Hace buenos amigos en la RDA a los que lleva, de manera subrepticia, libros y discos prohibidos. Dylan, Velvet Underground, Greateful Dead, los Rolling Stones, son músicos de culto para sus amigos alemanes orientales. También les pasa, escondidos, libros como Rebelión en la granja, El cero y el infinito, El pensamiento cautivo. Tiene una relación especial con un matrimonio joven, Florian y Ruth, padres de dos hijas pequeñas. Ella es maestra de matemáticas y él “un burócrata de nivel inferior… Estaba excluido de cualquier ascenso por su participación en una estridente obra de teatro del absurdo cuando cursaba segundo año de medicina”.

Vivían de manera modesta, “más cautelosos que atemorizados”, “cálidamente hogareños y feroces en sus amistades y lealtades. “Una vez que tenías hijos, le aseguró Ruth a Roland, estabas atando al sistema. Un paso en falso por parte de los padres…y los niños podrían encontrarse vedado el camino a la universidad o a una cerrera decente”. Esa vida, sin embargo, fue sacudida y quebrada. La Stasi, el siniestro Ministerio de Seguridad, detuvo a Florian. “Un colega del Ministerio de Agricultura había presentado una queja por un comentario que había hecho”. Luego se llevaron a Ruth. Temían que las niñas fueran internadas en el Instituto para el Bienestar de la Juventud. Roland, angustiado, conjetura que su arresto pudo haber sido por los discos y libros que él les proporcionó; pero no. A Florian lo acusan de haber escrito para una publicación prohibida y a ella de no haber denunciado a su marido.

Luego de dos meses, con alegría, reciben la noticia de que han sido puestos en libertad y se han reencontrado con sus hijas. No obstante, se les prohibía vivir en Berlín, serían trasladados a un pueblo perdido. Ella ya no podría dar clases y tendría que ser “limpiadora” y ambos presentarse una vez al mes ante un funcionario local del Partido. El Estado era el dueño de sus vidas.

A su vuelta a Londres, Roland habla de los abusos documentados en la RDA. Sus compañeros lo censuran, no encuentra eco, por el contrario, le aíslan. Le preguntan retadores: ¿qué tiene que decir sobre Vietnam? Le recuerdan que sus denuncias no hacen más que “apoyar el horrible proyecto del capitalismo y el imperialismo estadounidense”. Incluso su esposa, años después, le recordó el racismo en Estados Unidos, el arsenal de la OTAN y el desempleo y la pobreza en Europa, cuando él sacó el tema. Atónito, se pregunta: ¿Cómo es posible que las aberraciones de un lado sean el justificante de las aberraciones del otro?

Como si el alineamiento tuviera que ser total, crítico hacia los enemigos, acrítico con los suyos. Una confrontación sin matices. Lo tomas o lo dejas. No hay medias tintas. Si la adhesión no es completa, es sospechosa. Ello genera un clima opresivo, irrespirable.

Por supuesto, estamos en la Guerra Fría. Dos bandos impermeables que no están dispuestos a asumir ninguna falla. La OTAN por un lado y el Pacto de Varsovia por el otro reclaman devociones absolutas, sin fisuras, sin dudas. Y las encuentran. En nuestro caso, estamos viviendo una minúscula y cómica, si no fuera trágica, guerra fría, cuyo promotor principal ha sido el presidente de la República. De alguna forma habrá que salir de ella.

(Se trata de un breve capítulo del deslumbrante libro de Ian McEwan. Lecciones. Anagrama. 2023).

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