Espero no equivocarme porque acudo a mi memoria: eran los años setenta, casi seguro en el canal 11 (el 22 no existía) y había un programa excepcional de crítica de cine: Emilio García Riera, Tomás Pérez Turrent y José de la Colina desplegaban una erudición gozosa. Daba la impresión que lo sabían todo sobre ese espectáculo/negocio/expresión cultural y en ocasiones arte, pero lo platicaban como si estuvieran jugando. Traían a cuenta directores, películas, géneros, hablaban del cine que no veríamos en México, de las vicisitudes de las películas mexicanas, pero también de los tipos que les quitaban el celofán a los dulces o de los devoradores de palomitas que con sus ruidos perturbaban las funciones. Sin arrogancia eran serios pero risueños. Alejados del mal humor que se presenta como sinónimo de gravedad o peor aún de espíritu contestatario, eran críticos rudos, conocedores pero alegres. Resultaban antisolemnes en una televisión más bien cuadrada (y no por el aparato). (Por cierto, De la Colina tiene un texto en el que ilustra cómo la venerada antisolemnidad de los años sesenta se convirtió, en ocasiones, en grosería).

Ese es mi primer recuerdo de José de la Colina. Y creo que ese mismo espíritu presidió su trabajo literario. A la vez docto y juguetón. Su libro Libertades imaginarias (Aldus. México. 2001), por ejemplo, es una caja de sorpresas, una baraja de textos reunidos de forma caprichosa rebosante de conocimiento y aliento lúdico. Escribe sobre Los trabajos de Persiles y Segismunda de Cervantes que “puede leerse por el puro placer de lo narrativo”, es decir, por el relato que va hilvanando episodios, sorpresas, personajes insólitos, perfidias, calamidades. Y creo que buena parte de los textos de De la Colina deben leerse con el mismo código: su mano va tramando un mundo alterno cargado de sapiencia y revelaciones, de puentes de contacto con otros escritores, recuperando tradiciones y abriendo puertas a descubrimientos varios o al puro y duro cotorreo. Da la impresión que existe en él un encanto —que contagia— para labrar y ensoñar historias que seducen “por el puro placer de lo narrativo”.

El mismo libro tiene una cualidad adicional: sus textos parecen nutrirse explícitamente de otros textos de manera incontenible. Son ecos de otros ecos. Un libro lo conduce a otro y un autor a su antepasado, de tal suerte que teje una cadena de relaciones e influencias que abre vías que conducen circularmente al vasto mundo de la literatura.

Me gustan, de manera especial, sus juegos, que también pudimos leer, junto con estampas, episodios de vida, notas de cine o literatura, en la Revista de la Universidad de México cuando la dirigía Ignacio Solares. Sus cavilaciones sobre los dilemas que afronta quien dedica un libro o cómo convertir un poema en su contrario o la prosa irónica bordando sobre su propio nombre (su padre anarquista lo nombró Novel, su madre católica José, y los franquistas, que no querían dejar huella ni en los registros civiles de sus enemigos, lo renombraron Segundo), resultan regocijantes.

Medio escondidos en algunos de sus textos, hay desplantes críticos y crípticos sobre asuntos que le parecen vanos, y que son como la sal de los platillos. Como quien se sacude una molesta mosca al pasar, como si no tuviera la menor importancia (diría Arturo de Córdova y como eco De la Colina y como eco de los dos, yo), coloca unos buenos golpes: la Real Academia de la Lengua Española es “una autoridad severa a la que nadie hace caso, como si fuese en realidad una academia de cómicos de la le(n)gua”, o “A saber si un día la psicología, esa hoy llamada ciencia, no será considerada otra suerte de ‘astrología judiciaria’”.

Y ahora un abuso de mi parte: cuando no pocos “intelectuales de izquierda” dan la espalda a la tradición ilustrada, contemporizan con prácticas autoritarias, minimizan la dimensión laica del Estado y muestran su escaso compromiso con la democracia, recuerdo el certero y ocurrente dictado de José de la Colina: existen “ensayistas que van de Marx a menos”.

Profesor de la UNAM

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