En solidaridad con los medios
y periodistas acosados por la Presidencia.

Ya sabemos que al presidente la democracia como poder regulado, dividido y vigilado no le gusta; que la agenda feminista le parece una importación perturbadora; que la calidad de la educación no se encuentra en el centro de sus preocupaciones; que la deliberación pública e informada le parece una estratagema de sus enemigos, y la lista puede crecer y crecer. Pero hay un tema que menciona todos los días, está en el centro de su discurso, pero que tampoco le importa: la corrupción. Y su reacción ante el informe de la ASF puede ilustrar el punto. Porque más que prestar atención a lo que ahí se dice, para intentar corregirlo, lo que pretendió y al parecer logró es tender una cortina de humo que nubla la visión sobre el contenido del documento.

El presidente sabe que la corrupción de los funcionarios es una fuente de irritación, que muchos de sus adversarios “tienen cola que les pisen” y que la retórica sobre el tema da dividendos políticos. Por ello su explotación diaria. Pero al parecer, lo que le interesa es generar la imagen de que su administración es virtuosa y no es corrupta, no importando que en áreas sustantiva sí lo sea. Lo relevante es que un coro de voces, encabezado por él, construya un cuadro de una realidad inexistente.

El sainete luego de la presentación del informe de la ASF no debió convertirse en la excusa para nublar las anomalías en la cuenta pública del gobierno. Por supuesto es necesario explicar el costo de la cancelación del aeropuerto, pero en el informe se daba cuenta de irregularidades en los gastos de un buen número de áreas del gobierno.

En ese informe se habla de adjudicaciones de obras de manera anómala, de programas sociales plagados de rarezas, sin controles y de presuntos desvíos de recursos, de padrones de beneficiarios deficientes, de entregas de apoyos a destiempo. E implica a dependencias tan variadas como la Guardia Nacional, la Sedena, la Secretaría del Bienestar o la Conade.

El problema mayor es que en medio de la bruma podemos acabar debilitando, los de por sí débiles, mecanismos de rendición de cuentas. La ASF es un órgano especializado de la Cámara de Diputados encargado de fiscalizar, “con autonomía técnica y de gestión”, la cuenta pública. La cuenta es el documento que nos permite saber en qué se gastó y cómo se hizo. Es una tarea fundamental de la Cámara de Diputados que no solo está encargada de legislar, sino también de vigilar que los recursos que manejan las instituciones públicas sean bien utilizados.

Es una de las piedras angulares de la división de poderes, de la rendición de cuentas y del acceso a la información pública (quizá todas ellas nociones importadas). Una de las Cámaras del Legislativo se planta ante los otros poderes y analiza las inconsistencias de sus gastos. Es una rutina institucional que les permite a las distintas dependencias aclarar las debilidades y presuntas raterías detectadas. Eso es lo que debió seguir —y debe seguir— a la presentación del informe.

No obstante, la forma en que el presidente atajó las observaciones de la ASF no ayuda a combatir la corrupción. A un presidente preocupado por la corrupción de los suyos (ya se sabe que uno puede ser implacable con los adversarios), el informe de la ASF debería serle de una gran utilidad, dado que no puede estar al tanto de todo lo que sucede en las dependencias bajo su mando.

Pero no. Lo que importa es la imagen. Y esa —según vemos— debe ser intocada.

Profesor de la UNAM.

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