¿Toda iniciativa que surja de alguna agrupación no alineada con el gobierno será descalificada? ¿Solo desde la constelación mayoritaria en los órganos del Estado es legítimo tener iniciativas? ¿Pueden y deben los reclamos encontrar vías de expresión independientes de los designios del Presidente? ¿La abigarrada agenda de problemas nacionales solo tiene un conducto genuino para manifestarse?

Imagino que las respuestas resultan obvias y contundentes. Pero para que sea así es necesario compartir un código: el democrático. Aquel que sabe que en la sociedad palpitan muy diferentes preocupaciones, reclamos, causas y fórmulas para afrontarlos. Y que asume que en esa diversidad se encuentra parte de la riqueza y la vitalidad de la sociedad por lo cual es imprescindible construir y/o fortalecer un marco normativo y un ambiente cultural propicios para la expresión de esa diversidad.

No se me ocurre un movimiento más pertinente, noble, potente y urgente que aquel que llamó a realizar marchas y un paro para exigir de manera airada el cese de la violencia contra las mujeres y la reivindicación de trato digno e igual para ellas. No fue una ocurrencia o un complot, sino un reclamo que despertó la irritación y la esperanza de millones de mujeres. Y, sin embargo, el Presidente no solo fue insensible a esas potentes demandas, sino que intentó, de manera pueril, nublarlas tras la bruma de “la rifa del avión” y lo confrontó como si fuera una conspiración contra su gobierno impulsada, desde la sombra, por ese magma retórico e inasible al que llama, una y otra vez, los conservadores.

Me temo, sin embargo, que no es la primera ni será la última vez que nuestro presidente descalifica lo que no gira en su órbita. Baste recordar aquella otra marcha contra la inseguridad durante su gestión como Jefe de Gobierno de la capital y que fue reprobada como expresión de las capas privilegiadas, sin siquiera intentar comprender la nuez de la preocupación y el reclamo.

Da la impresión que el Presidente no solo tiene un déficit de comprensión de la complejidad de las sociedades modernas (con o sin comillas), sino también de los valores y mecanismos consustanciales a los regímenes democráticos. Parecería que piensa y asume que una vez electo en comicios legítimos y legales se le ha encumbrado como una especie de tutor de la sociedad, que no requiere de organizaciones e instituciones mediadoras, que le estorban y molestan la expresión de otras voces, que no acepta propuestas y agendas independientes. Se piensa a sí mismo como un preceptor a través del cual se expresa el pueblo y por ello le fastidian las marchas y paros libres, las agrupaciones de la sociedad civil, los medios de comunicación no alineados, los otros partidos, los órganos autónomos del Estado y hasta el resto de los poderes constitucionales.

En particular el desdén y descalificación de la sociedad civil sigue mostrando sus derivaciones perversas. Y aquí entiendo a la sociedad civil en su connotación de sociedad organizada, movilizada, con diagnósticos y propuestas propias. Y por supuesto en ese espacio hay asociaciones de izquierda y derecha, profesionales y amateurs, poderosas y débiles, honestas y corruptas, influyentes, estridentes y anodinas, pero que son la expresión de una sociedad compleja, masiva y diversa que no cabe ni quiere hacerlo bajo el manto de una sola ideología, una sola organización, un solo discurso y un solo liderazgo.

Y ello incomoda a quienes han construido un discurso y una práctica maniquea que divide a la sociedad en dos bandos irreconciliables: el pueblo y el antipueblo. Y para quien se asume como el representante del primero los demás no pueden ser colocados más que en el campo de los adversarios, los enemigos. El problema es que con esos resortes “conceptuales” (o de incomprensión) la política es vista como un terreno en el que “estás conmigo o contra mí”, generando no solo tensiones innecesarias sino descalificando exigencias y agendas autónomas a las que desde el gobierno se les convierte artificialmente en enemigas.


Profesor de la UNAM

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