Desde la ética el asunto debería resultar sencillo: hay un agresor y un agredido, unos que invaden y otros que intentan mantener la integridad de su territorio, hay víctimas y victimarios. Un punto de partida que debería ser compartido y sin embargo… Pero sabemos, como lo escribió el maestro Sánchez Vázquez, que es posible la política sin ética y que suele desembocar en barbarie y que la ética sin política en no pocas ocasiones deriva en autocomplacencia fútil.

La guerra desatada por Rusia contra Ucrania produce asco, preocupación y cólera. También impotencia. Impotencia, dice el diccionario, “falta de fuerza, poder o competencia para realizar una cosa, hacer que suceda o ponerle resistencia”. En este caso es brutal la impotencia para terminar con la agresión.

Uno observa conmovido la resistencia del ejército ucraniano, la entereza y el patriotismo de los civiles que se arman contra la invasión, la digna actitud del presidente Zelensky, las marchas y mítines de repudio en diferentes puntos del planeta incluyendo ciudades rusas. Lee agradecido la reacción de los países vecinos que reciben a los refugiados, aplaude a la distancia a la FIA que canceló el premio de Sochi y la resolución de la UEFA de trasladar la final de la Champions de San Petersburgo a París, el gesto de Yaremchuk en el partido entre el Benfica y el Ajax o la negativa de Polonia y Suecia de jugar partidos eliminatorios para el mundial contra Rusia. Uno aprecia los votos de los once países (incluyendo a México) que en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas deploraron la invasión, dejando a Rusia sola, aislada. Valora la decisión de la Unión Europea y los Estados Unidos de expulsar a diversos bancos rusos del mecanismo SWIFT, las sanciones económicas contra un país agresor (aunque paradójicamente el proceso de globalización parece imponer límites a las mismas por la interconexión de las economías) y estima e inquieta la prudencia de la OTAN (porque la opción de la escalada militar —que en la peor pesadilla podría llevar a dimensiones nucleares— quizá abriría las puertas a una conflagración de repercusiones aterradoras).

Y, a pesar de todo ello, la impotencia sigue ahí. Durante años la capacidad destructora del armamento nuclear impuso lo que algunos llamaron el equilibrio del terror, pero cuando una potencia decide desplegar su fuerza militar de forma unilateral obtiene una ventaja siniestra, difícil de contestar.

La guerra, habla Perogrullo, es el mal que unos hombres le infringen a otros. Un sufrimiento extremo que podía haber sido evitado. Se trata de un ahogo radicalmente distinto al que produce la enfermedad, las catástrofes naturales, las vicisitudes de la vida. Eso se sabía incluso en la lejana época en que se hablaba de guerras nobles o santas. A inicios del siglo XVI, Erasmo de Róterdam escribió: en las guerras “la ventaja redunda solo en unos pocos, que son indignos de cosecharla. La seguridad de un hombre se debe a la destrucción de otro; la recompensa de un hombre deriva del saqueo de otro. La causa de regocijo para un bando es para el otro una causa de duelo… Una felicidad mezquina, que deriva su existencia del infortunio ajeno”. (en Pinker. Racionalidad).

Hoy, son los muertos, heridos, desplazados, refugiados, la estela “natural” de la guerra. Y esa constatación elemental y fundamental es la que empieza a generar la ola de repudio en casi todo el orbe. Lástima que a Putin y los suyos la opinión de otros les importe nada.

Profesor de la UNAM