Una añeja aspiración de franjas relevantes de la sociedad ha sido la de evitar la concentración del poder en una sola institución, y peor aún, en una sola persona. Se sabe —lo hemos vivido— que ello conlleva el gobierno discrecional, el gobierno del capricho. Durante la larga etapa de partido hegemónico, los poderes constitucionales fueron subordinados, en lo fundamental, a la voluntad presidencial. Este era presentado como el representante de la nación, el árbitro supremo de los litigios, el guía indiscutido de la sociedad.

Sin embargo, una sociedad modernizada, aunque fuera de manera desigual y combinada, para recurrir al tópico, no cabía más bajo aquel formato vertical del quehacer político. Esa sociedad diferenciada, en la que latían (y por supuesto laten) diversos intereses, ideologías, diagnósticos y propuestas, fue el motor del cambio democratizador que vivió México.

Movilizaciones, conflictos, denuncias, pero también elaboraciones intelectuales, reformas sucesivas, pactos políticos, modificaron normas e instituciones y dieron paso a la construcción de una germinal democracia. Un sistema de partidos más equilibrado y un sistema electoral imparcial y equitativo, que se retroalimentaron, empezaron a hacer realidad la vieja aspiración de un poder estatal dividido, cargado de pesos y contrapesos.

No más una presidencia todopoderosa sino acotada por la ley, los otros poderes constitucionales y la mecánica del “juego” democrático. No más un Congreso como correa de trasmisión del Ejecutivo, sino como espacio en el cual convivía la diversidad política y que al no contar con un partido mayoritario (en términos absolutos) obligaba al diálogo, la negociación y los acuerdos. No más una Corte que en materia política carecía de relevancia, porque a través de las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad se convirtió en un auténtico tribunal constitucional. Sobra quizá decir que el presidente tuvo que convivir con gobernadores de diversos partidos y que esos gobernadores a su vez fueron obligados a coexistir con presidentes municipales de diferentes fuerzas políticas. Se trató de una mecánica venturosa que desconcentró el poder, aunque, claro, hizo más complejo el ejercicio gubernamental.

Pues bien, es claro que esa transformación no solo no es valorada por el actual gobierno, sino que ha dado muestras suficientes de su intención de volver a aquellos tiempos idos (por fortuna) en la que la voz del presidente era una especie de verdad revelada.

El último episodio debería llamar a alarma. Dos poderes constitucionales arremeten contra el tercero, porque éste último, por fortuna, no se ha alineado a los designios del presidente. La espiral inició con la retórica presidencial. Un discurso descalificador plagado de adjetivos contra la Corte y el Poder Judicial, una letanía aceitada para anatemizar a quienes no se suman a sus consignas. Y ahora, la mayoría congresual, alineada a los caprichos de López Obrador, decide arremeter contra recursos legítimos que le corresponden al Poder Judicial. Es claro que el tema de los fideicomisos no tiene que ver con alguna racionalidad económica, sino con el afán de erosionar a un poder constitucional al que el presidente cree su adversario, por la simple razón de que no le es incondicional.

Estamos en problemas. La apuesta gubernamental por concentrar el poder cada vez sube de tono y cada vez son más irrespetuosos de los otros. No es un juego. O bueno, es un juego perverso.

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