¿Por qué la reacción histérica por la derrota de la selección nacional de futbol ante la de Estados Unidos? Avanzo una respuesta tentativa: porque resulta muy difícil aceptar la realidad. Y ello no solamente en el ámbito del deporte. Veamos:

El 6 de septiembre de 2019 en East Rutherford, en un partido amistoso, la Selección de México perdió con la de Estados Unidos 3 a 0. Luego, el 6 de junio de 2021, en la final de la Liga de Naciones de la Concacaf, celebrada en Denver, Colorado, Estados Unidos ganó 3 a 2. Menos de dos meses después, el uno de agosto de 2021, en Las Vegas y en el marco de la Copa de Oro, México perdió 0 a 1. El 12 de noviembre de ese mismo año, en las eliminatorias de Concacaf para el Mundial, Estados Unidos ganó a México 2 a 0 en Cincinnati. En el juego de vuelta, jugado en el Estadio Azteca el 24 de marzo de 2022, los equipos empataron a cero. El 19 de abril de 2023, en un partido amistoso en Phoenix volvieron a empatar a uno. ¿Con esos antecedentes quien debía ser la selección favorita? Bueno, hace unos días, el 15 de junio, en Las Vegas, en la semifinal de la Liga de Naciones de la Concacaf de nuevo los Estados Unidos ganaron 3 a 0. Siete partidos, los más recientes entre ambas selecciones y este es el balance: México, cero ganados, dos empatados y cinco perdidos. Tres goles a favor (menos de medio por partido) y 13 en contra (casi dos por partido). Conclusión elemental sin retorcimientos: en esta última etapa la Selección de los Estados Unidos es mejor que la mexicana.

No obstante, cuando uno escucha o lee a muchos comentaristas parece que no son capaces de asimilar esa verdad del tamaño de una Catedral. El amor y la pasión pueden más que los datos, que los resultados. La querencia nubla el entendimiento, la adhesión construye un denso velo que apenas filtra eso que algunos llaman realidad. Como si reconocer de manera clara y sin subterfugios la superioridad de los futbolistas de Estados Unidos —en esta última etapa— nos infligiera una herida insoportable.

Años de hablar del “Gigante de la Concacaf”, de en efecto, ser uno de los mejores equipos de la zona, de la construcción de un supuesto enfrentamiento épico con el equipo del vecino del norte con el que se disputa, según dicen, algo mucho más significativo que un juego de futbol, influye en la lubricación de un resorte que es incapaz de reconocer, con serenidad y sin desgarrarse las vestiduras retóricas, que ni modo, en los últimos años Estados Unidos tiene un mejor equipo de futbol que el nuestro.

Nuestras creencias, al parecer, son más poderosas que las evidencias. Aunque las segundas resulten (casi) incontrovertibles, las primeras difícilmente pueden ser desterradas porque quien las porta siente que se defrauda a sí mismo si las niega (o las modula). Dice la conseja popular que “la fe mueve montañas”, y como muchas otras patrañas no tiene un solo gramo de verdad. Pero la fe, cuando es profunda, arraigada, necia, inconmovible, se convierte en un lastre que impide incluso repensar las cosas.

No es un fenómeno exclusivo del deporte. Ojalá estuviera circunscrito a lo que a fin de cuentas (más allá del negocio y el espectáculo, que es mucho decir) es un juego. Los fanáticos no pueden dar por buena una realidad incómoda porque al parecer vulnera parte de su ser más profundo, su querencia más arraigada, su propia identidad. ¿Cuántas personas siguen pensando, como si las evidencias no existieran, que nuestro presidente tiene una vocación democrática?

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