Desde el estamento clase mediero en que la vida y el trabajo terminó por ubicarme advierto un nerviosismo entre la gente como nunca antes conocí. Está -estamos- “tensos como cuerdas de violín” a punto de reventar. Todo atisbo de discrepancia política se considera provocación y es preludio de disenso grave cuando no de reyerta abierta. En mi entorno social y hasta en el familiar -espacio siempre abierto a la discusión de temas que atañen al país- se percibe una crispación que dejó de ser figura retórica recurrente para transformarse en fiel descripción de una atmósfera premonitoria de enfrentamientos que nadie dice querer, pero que pareciera que entre todos buscamos como solución última a nuestros enconos.

Este clima de confrontación en que los epítetos injuriosos vuelan de un lado al otro se produce en víspera de una elección cuyo resultado apunta -según las predicciones demoscópicas- a ser el más holgado de cuantos se han vivido desde que el multipartidismo se instauró en México. Si sabemos de antemano el nombre de la mujer que presidirá el país, y si hasta los liderazgos opositores reconocen a sus partidos empequeñecidos a tal punto que sólo aspiran a las pequeñas parcelas de poder que dejará el partido que gobierna, entonces no se explica por qué ni para qué se alimenta este ambiente de pre-guerra al que se han sumado, de manera orquestada, informadores y opinadores que han extraviado por completo la objetividad.

A estas alturas, quienes “mecen la cuna” se persuadieron de que, ante la inevitabilidad de la derrota, sólo desestabilizando al país evitarían la continuidad -en versión Claudia Sheinbaum- del lopezobradorismo. Su viraje estratégico consiste ahora en lograr que la elección, o no se lleve al cabo, o bien se anule. Ambas opciones las impulsarán por dos vías: a) que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación valore las faltas cometidas durante el proceso como suficientes para alterar su resultado final y niegue el correspondiente certificado de calificación a la ganadora o, b) que se alegue la imposibilidad de llevar al cabo la jornada electoral a causa de la inseguridad prevaleciente en más del veinte por ciento de las casillas.

Flaca memoria es la de quien haya olvidado el pacto de Peña Nieto con los principales medios informativos del país, a fin de cubrir con un velo de opacidad noticias que aludiesen a hechos violentos. Aquel “olvidable” gobierno trató de evitar que la población entrase en pánico al saber de la saña con que los asesinos perpetran sus atrocidades. Había cierta razón en ello. En contraste, hoy pasa lo contrario: los medios, la mayoría desafectos a la Cuarta Transformación, se recrean detallando cuanto evento criminal ocurre en México. Así, reporteros y enviados especiales informan extensa y machaconamente de eventos vinculados a la nota roja, en competencia por ver quien genera mayor alarma en la sociedad.

En el muy comentado caso del artículo del New York Times, en el que con un trabajo sin rigor periodístico se difama al presidente mexicano y a sus hijos, los agoreros del desastre han unificado sus voces para ¡defender a la autora del libelo y crucificar al calumniado! La intención es excitar la vena autoritaria del mandatario -que ciertamente la tiene y le cuesta controlarla- para exhibirlo cual si fuera un vulgar dictador al uso latinoamericano, visión equivocada que la reacción conservadora se obstina en imponer. López Obrador es, eso sí, un “monarca elegido” democráticamente que, en tanto líder de un gran movimiento popular, puso las bases para un cambio profundo de régimen político y social. Y se irá, como está mandado por la Constitución, al término de su periodo, dejando a su sucesora la prosecución de la tarea que inició.


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