Es difícil elegir el punto a partir del cual se pueda hacer una aproximación, equilibrada, justa y razonable, al entendimiento de los hechos que están ensangrentando -tal vez como nunca antes- a la antigua Palestina. Soy del parecer que, con tantos intereses internos y externos mezclados en una disputa de raíces ancestrales, es inútil remontarse a épocas pretéritas para hurgar en eventos históricos y religiosos que, demostrado está, son de imposible conciliación. Esos elementos son los que en su momento debieron considerar los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial, antes de someter al pleno de la naciente ONU -año 1947- el plan que repartía entre dos estados tradicionalmente rivales la zona en conflicto. Dejemos pues de lado esos acaeceres que nos alejan de la trágica contemporaneidad in comento, a fin de localizar en sucedidos más recientes la motivación del despiadado ataque de Hamás del 7 de octubre a la inerme y extrañamente desprotegida población civil judía ubicada en territorio de ocupación y, desde luego, la del exterminio sistemático del pueblo gazatí que, en represalia, lleva al cabo con minuciosidad militar el poderoso ejército israelí. Lo cierto es que, atrapados en una ratonera sin puertas de 365 kilómetros cuadrados, dos millones de seres humanos deambulan entre escombros, huyendo de los bombardeos en pos de una salida inexistente.
Luego de tres semanas de saber -a través de la prensa internacional- de los pronunciamientos de los líderes políticos occidentales, eludiendo llamar las cosas por su nombre y alineándose con la posición estadounidense pro-israelí, por fin se escuchó una voz sensata que, sin tomar partido, propuso “un alto al fuego humanitario”, exhortando a las partes a hacer efectiva la premisa original “dos estados para dos pueblos”. Fue Antonio Guterres, secretario general de la ONU, quien puso en su dimensión justa la situación, recordando que “los ataques de Hamás no han salido de la nada”. “Los palestinos -dijo- viven una ocupación sofocante desde hace 56 años, su tierra ha sido devorada por los asentamientos y asolada por la violencia; su economía asfixiada, su población desplazada y sus hogares demolidos. Concluyó afirmando que “las esperanzas de una solución política se han desvanecido”. En respuesta, en tono airado rayano en la insolencia, el representante de Israel ante el organismo exigió la dimisión de Guterres, sin tener en cuenta que el alto funcionario había repetido varias veces y en distintos escenarios que “‘los agravios al pueblo palestino no podían justificar los atroces ataques de Hamás’.
Cabe aquí recordar que el terrorismo es una herencia del colonialismo europeo del siglo XIX. Las naciones sojuzgadas acudieron in extremis a él, y seguirán acudiendo mientras el “mundo civilizado” no admita lo objetable que es -moral y políticamente- que potencias expansionistas se asienten en tierras ajenas, expolien sus riquezas e impongan a sus pueblos servidumbres inicuas. Antecedentes del caso palestino que nos ocupa son los movimientos de liberación de mediados del siglo pasado de los países africanos colonizados contra Francia, Italia, Alemania, Bélgica, España, Portugal y Reino Unido. La libertad de que hoy disfrutan la conquistaron en buena medida merced a prácticas terroristas de las que hubieron de valerse como único modo de equilibrar la abrumadora superioridad armamentista de sus opresores. A propósito del tema es recomendable volver a ver La Batalla de Argel, una película -auténtica joya cinematográfica- que presenta en toda su crudeza el proceso que culminó con el reconocimiento del gobierno francés de la independencia de Argelia. Ayuda a comprender el drama que vive Palestina, cuya posible extensión hacia otros países afectaría a todos… incluyendo a los indiferentes.