Cuando se puso a circular el concepto “Cuarta Transformación” apenas eran perceptibles los primeros atisbos de repulsa al movimiento liderado por López Obrador. Tiempos eran en que la aceptación del recién ungido mandatario tocaba el techo más alto jamás alcanzado por ninguno de sus antecesores. Tan rotunda llegó a ser su aceptación que hasta se sumaron a su causa sectores tradicionalmente reticentes a dejarse seducir por discursos progresistas. Por ese entonces, sólo algunos escépticos tildaban de desmesurado el lema lopezobradorista, por más que el “cambio” implícito en él invitaba a descreer que el país estuviese en la antesala de una modificación del régimen que, con leves variantes pendulares, conocimos un sexenio tras otro. Disectemos con un escalpelo semántico y otro histórico el sentido de la divisa: el numeral “Cuarta” alude a tres eventos que marcaron el devenir de la Patria: Independencia, Reforma y Revolución, con lo que el presidente parecía cometer el desfiguro de equipararse con Hidalgo, Juárez y Madero. Empero, la parte que se refiere al sustantivo “Transformación”, moderaba la intencionalidad de su plan en tanto sugería una innovación, tan profunda como se quiera, pero que no implicaba, por lo menos en principio, la total eliminación de lo existente.

El primer año se sucedieron eventos de carácter simbólico, tendientes a acrecentar la empatía existente entre el presidente y la gente que le votó. La credibilidad en sus ofertas se reforzaba con acciones, irrelevantes pero de impacto mediático, como la venta del avión presidencial, sus vuelos en aerolíneas comerciales, la apertura al pueblo de la residencia de Los Pinos, y, en general, con su rechazo al boato de las gestiones prianistas. Capítulo aparte merecen las conferencias mañaneras, instrumento ese sí fundamental de comunicación y propaganda de su ideario. Los analistas se preguntaban si estaban ante una verborrea sentenciosa de corte populista, o ante un diseño político de cambio, definido y formal, que proponía, a la par del emprendimiento de obras de gran envergadura, la puesta en marcha de programas sociales excepcionalmente ambiciosos. Con las primeras se impulsaría el desarrollo del olvidado sureste de México, y con los segundos se rescataría del abandono a las clases marginadas.

Hoy contamos con suficientes elementos para valorar las políticas de López Obrador. Nadie podrá negar que, a cinco años de distancia, México es otro. A unos gustará y a otros no, pero el cambio se produjo y, luego de la elección del 2024, seguramente se va a profundizar. A los programas sociales se debe que ocho millones de mexicanos superaran la pobreza y que se haya dinamizado el mercado interno. Dos Bocas, el Tren Interoceánico y el Maya están por terminarse y se integrarán al circuito de producción y movilidad de la nación. Se probó, en fin, que es posible financiar el gasto público con un régimen austero y sin aumentar la carga fiscal, pero cancelando privilegios a los grandes contribuyentes y manteniendo a raya la corrupción. La economía no se colapsó; por lo contrario, el país vive una etapa de crecimiento propicio para la inversión y los negocios. De otro lado, el camino quedó electoralmente pavimentado para construir el “segundo piso” de la 4T del que habla Claudia Sheinbaum, la candidata morenista a suceder López Obrador. Después de medio siglo en el que PRI y PAN ahondaron la desigualdad y la injusticia social, toca ahora asistir a la siguiente fase de ese inacabado proyecto lopezobradorista a efecto de que, una vez consolidado, corrija sus errores, revise las estrategias en materia de seguridad y salud, y ofrezca certidumbre jurídica a quienes deseen participar en el desarrollo integral y humanista de la República.

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