Tardamos en creer que, cuando López Obrador hablaba de transformar al país, lo decía en serio. No eran palabras al viento ni vacuas pretensiones utópicas; se trataba de un propósito firme y decidido que, una vez instalado en la Presidencia de la República, ha hecho realidad mediante la aplicación metódica de políticas públicas orientadas a tal fin. El principio toral que lo movía era elevar las condiciones de vida de los mexicanos marginados por un sistema político -el neoliberal- enfocado exclusivamente a la creación de riqueza y no a su justo reparto. El mensaje a los desprotegidos se sintetizaba en el bien conocido lema obradorista “Por el bien de todos, primero los pobres” y, a fe de este escribidor, que en los cinco años cumplidos de su gestión al frente del Ejecutivo Federal, no se ha apartado un ápice de la meta que originalmente se trazó. Hay quienes dicen que para bien y otros que para lo contrario, pero de manera unánime se admite que el cambio ofrecido sí ha ocurrido y que, si hacemos caso a la lógica y a las encuestas, es más que posible que, con ligeras correcciones, continue por seis años más.

Sabía bien -porque astucia no le falta- que en el camino enfrentaría intereses que se opondrían a sus designios. Para resistirlos no sólo precisaría de la inquebrantable lealtad de sus seguidores -asegurada con ayudas económicas directas que su gobierno decretó en su beneficio- sino también del afianzamiento de la tradicional alianza de los gobiernos postrevolucionarios con las fuerzas armadas -ampliada en la actualidad a actividades muy diferentes a las inherentes a la disciplina castrense- y, además, con un sector empresarial, si no proclive a su ideología progresista sí a los contratos de que disfrutaría por trabajar de consuno con la 4T. Al margen de entender la razón que tuvo para concretar tan estrechos acercamientos con la milicia y con el poder económico, constituyen ambos hechos un motivo de preocupación ante el temor de que, en lo futuro, pudieran trasponerse los límites de los espacios que corresponden a uno y a otro.

Así pertrechado, el ciudadano presidente siguió adelante con variedad de programas de carácter social -pensión a un millón de discapacitados y a diez millones de adultos mayores; becas a once millones de niños y jóvenes y apoyos a más de un millón de madres solteras- y medidas salariales -aumento al jornal mínimo diario en más del 90%-, tendientes todas a incrementar los ingresos de la clase trabajadora. Por otro lado, a la búsqueda de equilibrar políticas de desarrollo regional que en el pasado sólo pusieron el acento en el norte y el centro del territorio nacional, López Obrador inició obras de infraestructura enormemente ambiciosas como la refinería de Dos Bocas, el ferrocarril transoceánico a través del Istmo de Tehuantepec, el aeropuerto de Santa Lucía y el Tren Maya, amén de otras de menor magnitud como la conclusión del tren Toluca-CDMX, el de la interconexión Santa Lucía-Buenavista y el aeropuerto de Tulum. Aún antes de que todas ellas funcionen a plenitud, ya se conocen las primeras repercusiones positivas del monumental esfuerzo gubernamental para construirlas en tan corto tiempo.

Cito, para terminar, algunas de esas repercusiones: 1) cinco millones de personas superaron la línea de la pobreza; 2) el aumento del consumo interno y su espectacular consecuencia en la actividad comercial, debida fundamentalmente al aumento de la masa salarial circulante y, 3) la llegada a México de inversiones -de las denominadas fijas, no de las especulativas- en proporción nunca antes vista, fenómeno que está irrebatiblemente vinculado a la notable firmeza que, contra los pronósticos de los escépticos, siguen mostrando todos los indicadores de nuestra economía.

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