Desde muy joven le profeso una aversión, profunda y sin concesiones, a la intolerancia y, en especial, a la represión de las ideas. Ese sentimiento lo debo al sufrimiento vivido por mis mayores en España en la Guerra Civil y a los subsecuentes horrores perpetrados contra centenares de miles de republicanos por una dictadura militar que se prolongó inacabables cuarenta años. De esas amargas vivencias proviene mi convencimiento de que, detectar y denunciar tempranamente hasta el más mínimo acto o exceso verbal versus las libertades fundamentales del hombre, alerta a las sociedades y las previene de males mayores.

En su opúsculo titulado Sobre las Tiranías, el historiador estadounidense Timothy Snyder precisa cuáles son esas señales, y sugiere la adopción de una veintena de acciones para atajar a tiempo a populistas iluminados tentados de concretar proyectos políticos -ofertantes de quiméricos beneficios colectivos- cuyo desenlace siempre es adverso. Puesta la mirada en la Alemania del Tercer Reich (1933-1945) y en Estados Unidos de la era Trump (2017-2020), Snyder firma una obra que, salvando las distancias y los obvios matices que existen entre esos hechos y nuestro caso, apercibe sin proponérselo del riesgo que corre México.

En nuestro país hay sobradas evidencias de que estamos en plena deriva hacia un modelo de estado absolutista, antagónico con el ideal democrático al que los mexicanos aspiramos. Preocupa que incurramos en una pasividad como la de alemanes y estadounidenses que dejaron pasar sin inconformarse infundios oficialistas y vaguedades encubridoras de abusos. Esa indiferencia negligente permitió el crecimiento de personajes autocráticos que luego, en distintas medidas, los dos pueblos tuvieron que sufrir. Aquellas experiencias prueban qué, de no ponerse freno legal a la oratoria falaz proveniente del poder, se seguirá enconando el resentimiento social, preludio inevitable de conflictos.

Cuidado pues con admitir que “…la voluntad de una sola persona sea la suprema ley…”. No importa que haya accedido al mando por la vía del voto si, luego, en el ejercicio de su encargo, tergiversa y violenta las reglas de la democracia. Aludo a una forma de gobierno -la que está imponiendo López Obrador con su Cuarta Transformación- mucho más nociva que la “monarquía sexenal absoluta”, figura concebida por Cosío Villegas para describir el orden sucesorio vertical impuesto durante el régimen priísta, o que la “dictadura perfecta”, como Vargas Llosa llamara al sistema de perpetuación en el poder inventado por Calles.

No es imaginación; ojalá lo fuera. Las mañaneras repetitivas plagadas de asertos falsos, el encadenamiento de narrativas sin parecido ninguno con la realidad y las diarias diatribas contra la prensa independiente, alimentan la polarización social, caldo de cultivo ideal para la división, el enfrentamiento y, al final, para las soluciones de fuerza. El manifiesto desdén del Jefe del Estado por el pensamiento diferente y su declarada incapacidad para prestar oídos a las discrepancias constructivas, lo mantiene cerrado en sus obsesiones. Agrava la situación el servilismo de su primer círculo que no hace sino fomentar su afán controlador.

Los excesos y las imposiciones ocurren a diario. Baste citar la forma como decidió integrar esas brigadas de vacunación que tienen la doble e indisimulada misión de inmunizar adultos mayores y sumar a los beneficiados a la causa del gobierno. En esas cuadrillas -llamadas “Correcaminos” en lenguaje 4T- han aparecido por vez primera en inquietante revoltura los chalecos marrones con que se identifican a los Servidores de la Nación y los uniformes de campaña de la nueva y recién entrenada Guardia Nacional. Integran una auténtica falange lopezobradorista que remiten, a querer o no, a episodios de la Historia de infausta memoria.

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