Las potencias que en la Historia han sido siempre ejercieron una atracción económica y cultural sobre los países que orbitan en su entorno geográfico. Se trata de una influencia que frecuentemente deriva en hegemonía política e incluso militar. Ocurre de forma natural, aunque veces hay que es impuesta con medidas comerciales coercitivas o, en el extremo, con las armas. Estados Unidos, China y Rusia no son la excepción; las naciones a ellas subordinadas se convierten, a querer o no, en escudo contra la intrusión de adversarios que pretenden disputarles la supremacía en la región que dominan. La amplitud y solidez de ese cinturón defensivo varía según las fluctuaciones que va experimentando su poderío con el paso del tiempo. Bástenos recordar la paulatina extinción de aquel imperio español de Felipe II donde “ el sol no se ponía ” hasta el desplome repentino de la Unión Soviética y la subsecuente desaparición de su “ cortina de hierro ”.

Por nuestra ubicación geográfica vivimos bajo el paraguas de Estados Unidos. Tres veces nos invadió militarmente y, desde que somos independientes, hemos estado supeditados, de grado o por fuerza, a sus intereses. La intervención de 1846-48, la toma del puerto de Veracruz y el asedio al de Tampico en 1914, así como la expedición punitiva en 1916-17 son muestras del sometimiento que cada poco nos impone nuestro poderoso vecino. Traigo a colación aquellas experiencias porque de ellas aprendimos a valorar la diplomacia como la vía para evitarnos problemas mayores y a saber elegir, de entre varias opciones, el mal menor. Pudo comprobarlo López Obrador cuando, ante el amago de los aranceles con que Trump nos amenazó, hubo de enmendar de raíz su política migratoria de brazos abiertos.

Los países europeos occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, han errado su política respecto de Rusia. Llevan treinta años de presionarla, estrechando a su alrededor un cerco que Putin advirtió hace tiempo estaba decidido a rechazar. Y estalló entonces un conflicto que debió evitarse si se hubieran analizado y atendido oportunamente las reivindicaciones rusas. En su lugar aplicaron sanciones mal ideadas y peor instrumentadas cuyo efecto, inverso al calculado, está dañando el estado de bienestar que habían alcanzado en el viejo continente. La necesidad ingente que tienen del gas, el petróleo y los cereales de aquella zona del mundo trastornó la economía y ha generado una inflación global descontrolada. Entretanto, a prudentes ocho mil kilómetros de distancia del teatro de la guerra, el moderado y antes apacible Biden -hoy transformado en líder maledicente- atiza desde Washington el fuego, financiando a Ucrania e instando a la Unión Europea a que le envíe más armas. Se prolonga así, sin sentido, la agonía de aquel pueblo y la destrucción de su país.

Aunque lo imagino, no sé bien a bien qué puede estarse viendo y oyendo en Rusia; de lo que estoy cierto es que, en este lado del hemisferio, las agencias noticiosas manejan la información de modo parcial y tendencioso. A la cuenta de las tropas de Putin se le cargan todas las atrocidades que la mente humana es capaz de urdir: sin pruebas se les acusa de usar armas químicas y se les tilda de genocidas sin saber siquiera lo que significa esa palabra. ¿Son los rusos intrínsecamente malos, como nos lo quieren hacer ver? La memoria es corta: ¿no fueron ellos, los rusos, los que aportaron la mayor cuota de sangre al triunfo aliado sobre el nazismo? Esta guerra que se pensó breve tiene visos de convertirse en interminable y es ya, sin duda, un rotundo fracaso de la arrogante diplomacia de Occidente que optó por colgarle epítetos infamantes a Putin y expulsar a sus diplomáticos antes que promover un acuerdo que diera margen a la búsqueda conjunta de una paz duradera.

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