“No vencerán al pueblo de México ni a su presidenta”, dijo Claudia Sheinbaum en el reciente mitin masivo. La frase, tan coreada como celebrada por la militancia, abre más interrogantes que certezas. ¿Quiénes son exactamente esos que pretenden “vencer” al pueblo? ¿Dónde están esos enemigos que acechan desde las sombras? Y lo más intrigante, ¿quién define hoy quién es pueblo y quién no lo es?

En los últimos años, el discurso oficial opera con una frontera móvil, el “pueblo” es una categoría moral, no demográfica. Es pueblo quien aplaude, deja de serlo quien cuestiona. El aliado es pueblo, el crítico, adversario. Y en ese lenguaje cada vez más marcial, la presidenta no habla de gobernar, sino de resistir, como si México viviera en guerra permanente contra un enemigo identificable pero omnipresente. Siete años a bayoneta calada, pero contra molinos de viento. Porque en los hechos, ¿quién se enfrenta a la presidenta? ¿Quién pretende “derrotarla”? ¿Acaso la mitad del país que pide cuentas? ¿Acaso la prensa que cuestiona lo incómodo? ¿Acaso los jueces que leen la Constitución sin las notas al pie desde el poder? ¿O se trata, más bien, de esa oposición dispersa que Morena busca mantener viva para justificar su narrativa de asedio?

El verbo es revelador, no dijo la presidenta “no convencerán, sino “no vencerán”. Como si el gobierno fuera un ejército sitiado y no la fuerza que desde hace años controla, pieza por pieza. Porque si de correlación de fuerzas hablamos, Morena ya venció, tiene el Ejecutivo, domina el Legislativo, reconfiguró el Judicial, absorbió los organismos autónomos que estorbaban, disciplinó a los reguladores, redujo al árbitro electoral a un actor precavido, decapitó a la oposición tradicional y como colofón, dobló a la fiscalía presuntamente independiente, ahora dependiente, sin disfraz. Así que, si de “vencer” se trata, la batalla real no es contra enemigos imaginarios, sino contra realidades palpables. Venzamos a la violencia que sigue marcando territorios. Venzamos a la pobreza que no retrocede lo suficiente. Venzamos a la polarización sembrada desde el poder. Venzamos a la costumbre de imponer obras por capricho y ocurrencia. Venzamos la corrupción que mutó de bando, pero no de hábitos. Venzamos, sobre todo, la mediocridad con la que se administra el país, mientras se proclama una épica inexistente. Pero no, el oficialismo prefiere la épica del “asedio”, habla de vencer, no de convencer. Y la diferencia es sustantiva, quién quiere vencer requiere un enemigo, quién quiere convencer requiere argumentos.

Las elecciones de 2027 ya asoman bajo el trazo de una ingeniería política muy conveniente. Distritos redibujados, estructuras disciplinadas, órganos subordinados, oposición debilitada, apuntando un camino terso para Morena. En ese terreno, vencer es fácil, convencer, no tanto. Quizá por eso la frase presidencial funciona como síntoma, no se trata de un grito de resistencia, sino de control, una advertencia envuelta en retórica del pueblo. Pero México no necesita vencedores, sino gobernantes, no necesita trincheras, sino acuerdos, no necesita enemigos imaginarios, sino resultados reales. Al final, la verdadera victoria, no es política ni partidista, es que nos vaya bien a todos. Y para lograr eso, no hace falta vencer a nadie, sino convencer.

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