Ni la pandemia, ni la crisis económica, ni la incontenible violencia, ni la hostilidad de sus adversarios, ni los yerros de la dirigencia de Morena, han alterado fundamentalmente el nivel de popularidad del presidente López Obrador. Sin duda el cotidiano contacto en vivo y en directo desde el púlpito mañanero le permite a AMLO persuadir a importante sector de sus escuchas sobre la agenda nacional y los otros datos de los que él dispone.

La insistencia en torno a un mismo concepto culmina eliminando dudas sobre la veracidad del mismo. Entre otros, es el caso de la elección de 2006, en que la autoridad electoral otorgó un apretado triunfo a Felipe Calderón sobre López Obrador, quién con toda naturalidad repite que le robaron la elección. Igualmente ocurre al referirse a los neoliberales y conservadores tan distantes del pueblo, hacia los medios de comunicación alquilados o vendidos o hacia los periodistas chayoteros.

La proximidad de AMLO con “la gente” representa un invaluable activo, si prescindiera de acompañar sus alocuciones denostando asiduamente a sus adversarios, insistiendo en que ya no es como era antes, además de no ser iguales, si el presidente se centrara en sus propias acciones de gobierno sin lanzarse contra nadie, seguramente “la gente” valoraría la sensatez y madurez de su líder político. Y es que el ambiente se está tensando, con eso de que el que se lleva se aguanta, las ofensas van de ida y de regreso, sobre todo en redes sociales en que el anonimato resguarda la identidad de los encubiertos ofensores de oficio. El presidente López Obrador se refiere a la dificultad de transformar al país, luego de 34 años de porfiriato seguidos de 36 años de neoliberalismo, periodos de degradación progresiva en que el gobierno estaba organizado para robar, no para servir al pueblo, era un comité al servicio de traficantes de influencia, de una minoría rapaz, no un gobierno para el pueblo. Ahora, agitando un pañuelo blanco, AMLO ufano declara haber terminado con la corrupción en la parte de arriba del gobierno federal, porque el presidente no es corrupto ni tolera la corrupción, “aunque les de coraje a los conservas”.

En un sincero análisis de conciencia hemos de justificar la fijación presidencial por combatir la corrupción, quizás no nos convencan las formas, pero ¿habrá alguna forma sutil de enfrentar esta lacra, este “asunto cultural” como lo entendía Peña Nieto? Hemos atestiguado a lo largo del presente sexenio episodios de corrupción que transgreden lo admisible, empresas de renombre evasoras fiscales, Odebrecht repartiendo sobornos a funcionarios públicos de primer nivel, una llamada estafa maestra presuntamente a cargo de una secretaria de Estado, la sospechosa compra de Agro Nitrogenados por parte de Pemex, la detención y juicio de Genaro García Luna en Estados Unidos, y así, dudosos depósitos en Andorra atribuidos al detenido Juan Collado y ahora a Manlio Fabio Beltrones y familia, así como otros sonados casos más que la falta de espacio impiden incluir. En tanto López Obrador no convenza de que el combate a la corrupción es con piso parejo, incluyendo a sus cercanos, colaboradores o familia, su pretendida misión histórica quedará incompleta.

Si el vínculo mañanero de AMLO con “la gente” se extendiera hacia “sus adversarios”, en un ánimo conciliador, seríamos más los pasajeros de la nave de la transformación.

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