En el artículo 2° de nuestra Constitución se reconoce que la nación mexicana tiene una composición pluricultural. Ello implica que el gran agregado está integrado por una diversidad de modos de ser y de estar, así como de pensamientos y proyectos de vida. Para que la nación mexicana subsista así, es preciso que esa pluralidad pueda encontrar sus propias maneras de expresión y que las tensiones entre las diversidades no terminen por quebrar la unidad. En lo político, las diferencias se constituyen, fundamentalmente, con la integración de diversos órganos de gobierno mediante los correspondientes procesos electorales. La propia Constitución dispone que los partidos políticos serán los mediadores entre los segmentos o corrientes de la pluralidad y los órganos representativos que deben expresar las diversidades mediante las normas jurídicas. Es por ello por lo que cada cierto tiempo se nos convoca a elegir a nuestros representantes populares. Con sus imperfecciones y limitaciones, estos procesos de renovación sirven para actualizar tanto los cambios como las circunstancias que vayan aconteciendo en la pluralidad y para, con base en ello, renovar la representación política a fin de mantener vigente y actualizada la pluralidad constitucionalmente reconocida.

¿Qué sucede con la administración de la pluralidad fuera de los tiempos y procesos electorales? ¿De qué manera se enfrentan las diversidades en la cotidianidad fuera de éstas grandes renovaciones? ¿Cómo es que a diario se impide que unos grupos impongan a otros las ideas que consideran totales y absolutas, cuando esos otros estiman que las suyas tienen la misma relevancia y valor? La apelación a la mera renovación electoral no es suficiente para enfrentar el día a día. Las elecciones que tienen verificativo cada 3 o 6 años pueden servir para actualizar la fotografía, por así decirlo, de la composición pluricultural; pero no, en modo alguno, para decidir los muchos conflictos que la pluralidad, por definición, habrá de generar o soportar cada día.

Es aquí en dónde adquiere sentido la actuación de los poderes judiciales y, con ella, la función jurisdiccional. Reducida ésta última a su mínima expresión, los órganos de impartición de justicia deben resolver en esa cotidianeidad las muchas diferencias provenientes de la pluriculturalidad propia de la nación mexicana. Como a ninguno de nosotros se nos puede obligar a aceptar sin más el pensamiento ni las conductas de otras personas —sean estas autoridades o particulares—, podemos preguntar a los jueces, magistrados y ministros, si las decisiones que se nos pretenden imponer son o no válidas dentro del marco normativo que rige las decisiones provenientes de los órganos constituidos democráticamente. La actuación de los jueces es el mecanismo mediante el cual la pluralidad puede realizarse y administrarse cotidianamente, más allá de los momentos constitutivos de fuente electoral.

Sin la judicatura nacional no puede garantizarse la existencia del país pluricultural y diverso que la Constitución reconoce y pretende recrear. La actuación cotidiana de los juzgadores es la única manera de mantener la pluralidad y darle sentido. Sin las decisiones judiciales, tendríamos que suponer que las elecciones implican un juego en el que la mayoría ganadora cuenta con las posibilidades de hacer lo que le venga en gana. Ello, claro está, hasta el momento en el que otra mayoría la sustituya y comience a ejercer el poder en condiciones semejantes o iguales. Sin las actuaciones judiciales no puede haber país, salvo, claro está, que por este último queramos entender a una masa subordinada a las decisiones de quienes temporalmente ocupen el poder.

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