La iniciativa de reformas constitucionales en materia electoral presentada por el presidente López Obrador ha dado lugar a una gran cantidad de comentarios. Algunos a favor y otros en contra. Hay quienes la ven como una etapa superior del desarrollo de las instituciones y las prácticas iniciadas desde hace ya varios años. Otros la entienden como un intento deliberado de apropiación institucional por parte del Presidente y su movimiento. Aun cuando los detalles comienzan a conocerse, es muy probable que en el verano haya importantes debates de cara al periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión. Las discusiones y posicionamientos se darán sobre aspectos puntuales de la iniciativa, ya que está en juego la recomposición del modelo vigente, sus implicaciones y efectos.

Más allá de los aspectos particulares de las discusiones, es importante considerar desde ahora los ámbitos generales de la cuestión. Destacadamente, la representación que los actores políticos y sociales nos hagamos del tema mismo. A nadie escapa que mucho de lo que a diario presenciamos o padecemos está determinado por visiones militares de campos en disputa. Del Presidente y sus “adversarios”, de las batallas realizadas y de la guerra en marcha. De esas imágenes grandes se desprenden posicionamientos concretos. El arco que de manera aparentemente anecdótica comenzó aludiendo a “conservadores” y “fifís”, va decantándose en traiciones y “traidores” a la patria.

La iniciativa de reformas electorales prefigura la manera en la que el Presidente va a desarrollar el correspondiente proceso. Me refiero al diagnóstico expresado como exposición de motivos. El Presidente asume que la mecánica electoral tiene que cambiar porque es poco democrática, costosa, sesgada y aparatosa. Tomando muestras aisladas de un amplio lapso, considera que el resultado final y total es el apoderamiento de los partidos políticos y las autoridades existentes del proceso electoral en su conjunto. Por ello propone volver a la ciudadanización para salvar a lo que estima perdido o desviado.

Como el Presidente busca construir sus soluciones con base en su propia valoración, la discusión debe comenzar cuestionando a su diagnóstico. No hacerlo implica someterse de antemano a los parámetros establecidos por uno solo de los participantes, por relevante que éste sea. ¿Qué pasa si la evaluación presidencial es equivocada, exagerada o, más probablemente, está construida con la intención de alcanzar un resultado preconcebido y anhelado? En tal caso, ¿tendría sentido que los partidos entraran a discutir algo que desde su origen está mal concebido por ignorancia o perversidad?

Por los momentos que vive el país y lo comprometido que está el futuro de nuestra democracia, es muy importante que antes de entrar a la discusión de la iniciativa presidencial, entendamos los diversos planos de la nueva batalla que está gestándose. El primero, en el de colocar a la democracia como telón de fondo de todo el proceso. Antes de suponer que la propuesta encaja sin más en ella, que estamos ante un paso glorioso en el avance democrático, electoral y ciudadano del país, debemos atender al diagnóstico en que se sustenta. Considerar, ante todo, si eso que se dice que está mal, en verdad lo está. Al hacerlo, quedará en claro lo endeble de la base y, con ello, la intencionalidad de la propuesta. Como su rechazo difícilmente puede calificarse como traición a la patria, el campo se limitará a distinguir entre los auténticos demócratas y los que no lo son. Las adscripciones pasarán por el diagnóstico. Por compartirlo o rechazarlo. Primera batalla. Primera.

Ministro en retiro. Miembro de El Colegio Nacional
@JRCossio

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