La situación generalizada de violencia en el país continúa. La presencia de la delincuencia, también. La corrupción, que nunca acabará por decreto, reinventa sus formas y personajes. A ocho meses del nuevo gobierno, no es mucho lo que positivamente pueda anunciarse como logro, más allá de autoelogios o de descalificaciones a la herencia recibida. Ambos modos de expresión no están siendo suficientes ni para compurgar males ni, mucho menos, para enfrentar futuros.

No todo, sin embargo, ha sido mera pasividad ni mero señalamiento. Han habido acciones concretas intentadas. Se ha confiado que la Guardia Nacional y la presencia de las fuerzas armadas serán factor de contención de delitos; así como que los apoyos económicos directos servirán para retirar a las personas de la delincuencia; se ha apostado a que el sistema de denuncias será un buen instrumento de delación de infracciones y crímenes; así como que el retiro de bienes mal habidos para fracturar el apalancamiento de los malos. Más allá de si nos gustan o no estas soluciones o si resultan o no constitucionales, son las apuestas que el gobierno ha hecho para disminuir la grave situación de inseguridad que en el país vivimos todos. Con independencia de si han sido o no pensadas sistémicamente o construidas de manera aislada, las soluciones propuestas habrán de terminar confluyendo en un punto en el que se concluirá que, o no se han comprendido a cabalidad o que, más grave aún, se estiman independientes de la lucha contra la delincuencia, la violencia y la corrupción.

Si el Estado mexicano fuera eficaz en sus acciones de combate a los tres males señalados al inicio, tendría que producirse, al menos en la etapa intermedia entre el desastre actual y la idealizada paz social, un periodo complejo. Un periodo en el que la violencia legítima de aquél, del propio Estado, se hiciera valer hasta imponerse. Un tiempo en el que, aplicando las normas aprobadas democráticamente en los procesos seguidos conforme a los derechos humanos, se lograra reducir la delincuencia mediante la imposición de las penas que correspondan a los infractores. Frente al robo de hidrocarburos, la expoliación de la hacienda pública, las desapariciones o la trata de personas, lo que debiera haber son procesos ministeriales y judiciales para identificar a los perpetradores y castigarlos conforme a derecho. Sin embargo, y a pesar de que esto parece tan obvio que no debiera ocupar ni siquiera el espacio de una columna, la realidad de los días acumulados y por acumularse, tiene otro y muy distinto sentido.

El combate al huachicol, el lavado de dinero, la trata de personas o la corrupción, pasan por una específica y concreta actividad estatal: la justicia. En su dimensión de procuración, por la acción de policías, forenses y fiscales; en la de impartición, por la de los juzgadores. Sin el correcto funcionamiento de los dos elementos de la ecuación, será imposible sancionar los ilícitos y con ello inhibir y prevenir; así como reparar y restablecer la tan anhelada paz social. La precondición de la justicia respecto de todo lo que quiere hacerse, supondría que el gobierno está haciendo todo lo posible para mejorarla, reforzarla, acrecentarla y todo lo que con expresiones semejantes convoque a hacerla el centro de un denodado esfuerzo. Las cosas, lastimosa y gravemente, van en un sentido por completo diferente.

La justicia no ha sido objeto de ninguna acción seria, concertada o integral. Ha sido despreciada, ignorada o, en el mejor de los casos, asumida. No habrá posibilidad de mejora, si el derecho no se impone por la acción de fiscales y jueces. Si queremos saber en dónde nos encontramos y, por lo mismo, desde dónde debemos partir, el diagnóstico “Hallazgos 2018” que recientemente publicó México Evalúa, es un gran principio. El diagnóstico está hecho. Ahora falta ver si el actuar público es capaz de recogerlo e instrumentarlo. De eso, aun cuando no se crea, depende la pacificación del país.


Ministro en retiro. Miembro de
El Colegio Nacional. @JRCossio

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