El fundamento de todo Estado democrático, como el que aspiramos a tener en México, reside, entre otros asuntos, en la división de Poderes y en la independencia entre ellos. Desafortunadamente en los últimos cinco años esto se ha debilitado en el país. Creo con firmeza que si queremos que México avance tenemos que cambiar. Requerimos de unidad nacional con visión de país compartida; de liderazgos coordinados y ejercidos por verdaderos demócratas libres y decididos; de instituciones fortalecidas y empeñadas en favorecer las mejores causas del país en lo social, lo político y lo económico y, de manera especial, de la intervención de una ciudadanía participativa y comprometida con la democracia y los derechos humanos, tolerante y exigente del respeto a la pluralidad de nuestra sociedad.

Creo que la nuestra es una democracia incipiente y frágil. Las razones de ello son múltiples y tendrían que referirse a todos los elementos que constituyen los cuatro apartados arriba señalados: unidad, liderazgo, institucionalidad y ciudadanía actuante y bien formada. En esta oportunidad me voy a referir a algunos acontecimientos registrados en los últimos ocho días y que ejemplifican parte de lo anotado, además de que lo hacen en sentidos divergentes: en la dirección del fortalecimiento democrático y en la del debilitamiento.

Inicio con la nota de optimismo, con la de las concentraciones efectuadas el pasado domingo 18 de febrero en más de un centenar de ciudades de México y otros países. La participación libre, ordenada y educada de cientos y cientos de miles de personas convocadas por la defensa de la democracia, por la exigencia de respeto al voto libre y por el rechazo al autoritarismo y el incumplimiento de la ley, deben animarnos a pensar que en amplios sectores de la sociedad se ha despertado, ni más ni menos, el ánimo por vigorizar nuestra democracia, por cambiar en la dirección correcta, por no dejar que se atropelle la voluntad ciudadana y tampoco permitir la concentración del poder en una sola persona.

Por otra parte, dos sucesos muestran la fragilidad de nuestro régimen y las amenazas que enfrenta. Uno se refiere a la declaración baja, descuidada y descarada del presidente López Obrador en el sentido de su injerencia frente al entonces ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia, Arturo Zaldívar, y de su docilidad para acatar y asumir las indicaciones frente a ministros, magistrados y jueces del sistema de justicia. A muchos no nos queda duda de que la propuesta del presidente, respaldada por Claudia Sheinbaum y por el propio Zaldívar, busca apoderarse del control del Poder Judicial, politizar el tema y robustecer el poder presidencial.

El otro asunto tiene que ver con las indagaciones de The New York Times sobre las supuestas relaciones de López Obrador, sus familiares y cercanos colaboradores, con actores relevantes del crimen organizado. Por supuesto que no me pronuncio respecto del fondo de la discusión. Sin embargo, sí lo hago por lo que toca a sus implicaciones y respecto de las declaraciones del presidente. En esto último, su autodefensa ha sido terrible. Solo vulnera la institución presidencial y se encharca en el lodo que su retórica genera. Por supuesto él no está por encima de ninguna ley y lamento señalar que tampoco tiene la autoridad moral que pretende arrogarse.

No queda más que trabajar por la democracia, elevar la voz para sostener nuestras verdades, manifestar nuestras exigencias, participar en las actividades colectivas, promover el voto informado, y asistir masivamente a las urnas el próximo 2 de junio. Ya solo faltan 97 días para la elección y 217 para el cambio de gobierno.

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