Donald Trump llevaba meses transmitiendo la imagen de la supuesta debilidad de su oponente, Joe Biden. Le llamó “sleepy Joe”, insinuando que es viejo, aburrido y lento para responder. Pero ese dardo envenenado se le iba a voltear. Dado que la gente no esperaba grandes cosas de Biden como polemista, con el solo hecho de que se mantuvo más o menos centrado y de que se mostró presidencial, superaró las expectativas.

Biden no fue el candidato senil que Trump se había empeñado en caricaturizar. Y solo por ese hecho el consenso es que ganó el debate. Cierto que cayó en algunas provocaciones del presidente (debió haber evitado llamarlo “payaso”, para no rebajarse a su nivel), y en algún punto se quedó cayado ante sus bravuconadas, pero se mantuvo más o menos ecuánime, y eso le dio resultados.

No necesitaba nada más. Lleva una ventaja clara. Con un empate hubiera afianzado esa ventaja, e incluso perdiendo el debate, pero no de forma pronunciada. Cumplió su cometido. La gente quería ver cómo se comportaba él (a Trump ya lo conocen), y seguramente muchos de los pocos indecisos que quedan ya definieron su voto, después de lo que pasó en Cleveland.

Las encuestas siguen favoreciendo a Biden, incluso en estados tradicionalmente republicanos. Pero Trump no puede darse por muerto, y mucho menos con la amenaza de no reconocer el resultado de la elección, lo que constituyó el punto de mayor amenaza a los valores democráticos en los 90 minutos que duró la reyerta discursiva. Sí, ello constituye un verdadero peligro, pero el momento de mayor impudicia no fue ese, sino cuando el presidente se mostró incapaz de condenar a los grupos de supremacía blanca.

El moderador, Chris Wallace, le preguntó a Trump si estaba dispuesto a condenar a los "supremacistas blancos y a los grupos de milicias" y decirles que "se retiraran" de lugares como Kenosha y Portland. En esas ciudades, los ultraderechistas violentos han enfrentado a quienes se manifiestan contra la brutalidad policial. ¿Qué respondió Trump? Que estaba dispuesto a hacerlo.

Pero no lo hizo. Seguía con su argumento de que los problemas venían del ala izquierdista, sin tocar con un mínimo comentario a los radicales de derecha.

–"Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa. Quiero ver la paz”, dijo un Trump casi ecuánime.

–"Bueno, pues hágalo, señor", urgió Wallace.

–"Dilo. Hazlo ”, insistió Biden.

–“Adelante, dame un nombre, ¿a quién te gustaría que condene?”, respondió Trump.

Wallace volvió a pedirle a Trump que reprobara a los supremacistas blancos organizados en milicias. Biden intervino en lo que parecía un debate entre el moderador y el presidente (no era para menos), y retó a Trump a condenar al grupo llamado Proud Boys.

–¿Proud Boys? –soltó Trump–. Que retrocedan y que esperen…

Momento. ¿Que retrocedan y que esperen? ¿Las decenas de millones de personas que veían el debate habían escuchado bien? De inmediato, Trump volvió a cambiar el tema, insistiendo en que el problema viene de los antifa (a quienes Biden no condenó tampoco de manera directa, aunque sí dijo que “toda violencia debe ser castigada”).

En el acto, las redes sociales de los grupos neofascistas ardieron de júbilo y algunos de los miembros de Proud Boys festejaron que el presidente les dijera, en pocas palabras, que detuvieran un poco su violencia por ahora, pero que esperaran un poco más, en lo que él gana la reelección.

“¡Trump básicamente dijo ‘que se jodan’ y eso me hace muy feliz”, posteó Joe Biggs, miembro de Proud Boys, en Parler, una red social de ultraderecha. “De pie y esperando, señor”, escribió otro miembro del grupo en Telegram. Y para quienes no sepan qué cosa es Proud Boys, va una pequeña reseña.

Se trata de un grupo que glorifica abiertamente la violencia y esgrime la teoría de la conspiración según la cual hay fuerzas que quieren el exterminio paulatino de la raza blanca al promover la inmigración y la integración racial. Son claramente antisemitas (“los judíos fueron condenados al ostracismo por una buena razón”). Odian a los musulmanes y a los transexuales. Según su fundador, Gavin McInnes, la violencia es “una forma realmente eficaz de resolver los problemas”, y la ejercen contra quien se manifiesta a favor de la igualdad racial y “contra los maricones”.

El machismo es otra de sus características. McInnes ha escrito sobre cómo las mujeres anhelan ser “completamente abusadas”, y de cómo él había “profanado totalmente a las mujeres” con las que se había acostado.

Para ser miembro de Proud Boys hay que cumplir ciertos requisitos, algunos tan bizarros como solo masturbarse cuando el líder se los indique, y otros tan preocupantes como pasar una prueba delincuencial: generar un incidente de violencia mayor contra quienes enarbolan causas liberales. Algo que han hecho en diversas ocasiones.

Para Trump, ominosamente, este dislate significó una reincidencia. En 2017, en las manifestaciones en Charlottesville, las pandillas de neonazis y miembros del Ku Klux Klan (que tiene lazos con Proud Boys) provocaron la muerte de una joven (hubo también 19 personas heridas). Los medios grabaron a los grupos de odio vociferando, mientras se acercaban a la plaza, contra los judíos, negros e hispanos. Aún así, Trump se rehusó a condenarlos, diciendo que “en ambos lados había muy buenas personas”. Los grupos de alt-right habían llegado al lugar de los hechos armados, y entre ellos estaba David Duke, el siniestro ex gran maestre del KKK que declaró antes de los disturbios que se habían reunido para “cumplir las promesas de Donald Trump” de “recuperar nuestro país”.

A pesar de que el FBI ha mencionado a este tipo de grupos como una amenaza terrorista para Estados Unidos, el presidente no ha podido desmarcarse de ellos, y lo que sucedió ayer constituye el mayor escándalo para las instituciones de justicia y para el más mínimo sentido de la civilidad en una democracia.

Sobre su acusación de que se está gestando un fraude electoral y su descabellada negativa de aceptar los resultados de la elección si no le favorecen, hay ya muchos escenarios. Como bien dijo Wallace, dado que se esperan millones de votos por correo, es posible que pasen días o semanas después del 3 de noviembre para saber quién es el ganador. Les pidió que se comprometieran a aceptar los resultados y a no declararse victoriosos antes de tiempo. Biden se mostró presidencial al decir que aceptaría el resultado incluso si no le favorecía. Trump fue incapaz de decir eso, lo que deja abierta la puerta a un conflicto postelectoral.

¿Qué podría pasar? ¿Que Trump se encierre en la Casa Blanca hasta que lo saque el ejército? ¿Que incite a sus seguidores a salir a las calles, provocando violencia? Si Biden obtiene un triunfo arrollador, el republicano tendrá que irse con la cola entre las patas. No le quedará otra. Si el triunfo de Biden es muy cerrado, puede intentar efectivamente tensar la cuerda de la institucionalidad, argumentando fraude, pero en mi opinión esa sería su peor jugada.

Estados Unidos ha aguantado a un presidente con las peores credenciales posibles precisamente porque en ese país es costumbre aceptar los resultados electorales. Él ganó los votos en los colegios (aunque no el voto popular), y a todo aquel con una cierta idea de lo que es una democracia no le quedó más que esperar cuatro años. En ese país se respetan las reglas, aunque no le convengan o no les parezcan a todos. O al menos así ha sido hasta ahora. Estados Unidos no soportará el invento de fraude y el intento de quedarse ilegítimamente en el poder. La tolerancia ante lo que a todas luces resulta deshonesto, tiene un límite.

Ni los jueces de la Suprema Corte, ni los ciudadanos, ni el mismo partido republicano lo aceptarían. Todos los que vergonzosamente habilitaron a alguien que se jactaba de tocar los genitales a las mujeres solo porque era una estrella de la televisión; todos los que de manera deshonrosa acreditan a un presidente que defrauda al fisco; que le dice a la gente que tome blanqueador para curarse del covid; que miente de forma sistemática y que lanza insultos vulgares a todos los que no lo alaban; que llama a los militares caídos de la Primera Guerra Mundial “perdedores y fracasados”; que niega el cambio climático y que sacó a Estados Unidos del Acuerdo de París; que abandonó el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio incitando a una nueva y apocalíptica carrera armamentista; que llamó a la prensa el “enemigo del pueblo” y que impulsa a los grupos racistas; que decidió separar a los niños inmigrantes de sus padres; que tiene numerosas denuncias de acoso sexual y que pidió a su abogado que le pagara a una prostituta para que no lo demandara… saben que al menos hay una línea roja que no se puede cruzar, y esa es la de no reconocer un triunfo legítimo. Si lo intenta, sería su perdición. No solo para este momento, sino para la historia, por si faltaran detalles para los futuros libros de texto sobre lo que ha sido su paso por la Casa Blanca.

Analista de política internacional.

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