El trece de agosto se cumplieron 500 años de la caída de Tenochtitlán y para conmemorarlo a Vox, el partido de ultraderechas de España, se le ocurrió la puntada de refrendar el episodio como una epopeya de liberación: “Tal día como hoy de hace 500 años […] España logró liberar a millones de personas del régimen sanguinario y de terror de los aztecas.” Lo de Vox es claramente una provocación, a la cual no podemos responder con otra rabieta, sino con un revisionismo minucioso que nos distancie igual del chovinismo español como del patrioterismo mexicano.

Ese ejercicio de revisión histórica le corresponde a la ciudadanía, porque la reflexión crítica no vendrá de quien hoy hereda el trono del tlatoani azteca. De quien ahora ejerce el centralismo del virrey colonial, el autoritarismo del caudillo decimonónico y los poderes metaconstitucionales del presidencialismo mexicano. La autonombrada “cuarta transformación” no puede mirar la historia de forma crítica, porque no es superación del pasado sino yuxtaposición de formas y tradiciones centralistas del poder.

Por ello, su afán en revivir los tópicos del nacionalismo revolucionario que los oradores al servicio del PRI perfeccionaron por décadas. Una genealogía maniquea que emparenta a Cuauhtémoc, Hidalgo, Juárez, y Madero con el presidente actual, donde nuestros prohombres (porque siempre son hombres) han luchado ferozmente por defender nuestra soberanía contra las amenazas externas, refrendando una lección irreprochable: la unidad nacional en torno al caudillo.

Para quien no comprenda la lección el presidente la hace clara en su discurso: “de haber existido un poder central fuerte, una tiranía, no habría sido posible que Cortés llegara con apenas 400 soldados españoles la primera vez a Tenochtitlan.” Vaya ucronía. Yo propongo otra: de haber existido, ya no digamos una democracia, sino un consenso mínimo entre las diferentes civilizaciones del altiplano, Mesoamérica habría resistido por más tiempo la conquista española. Tenochtitlán habría sido lo que fue Atenas para la Liga de Delos en la Guerra del Peloponeso, un poder hegemónico capaz de aglutinar aliados culturales y comerciales en contra de un enemigo en común. Pero no sucedió, porque aunque cueste aceptarlo, el proceso de conquista de los españoles es continuidad del sometimiento del imperio mexica sobre los pueblos de Mesoamérica.

Omitamos el lugar común de escandalizarnos por los sacrificios humanos en Templo Mayor. Lo que está fuera de todo relativismo moral, es el hecho de que el dominio de los aztecas se sostuvo sobre su poderío bélico. A las civilizaciones pueblos aledaños, dependiendo de su capacidad de resistencia, se les impuso tributos, esclavos y condiciones políticas que para muchos pueblos terminaron siendo no sólo injustas sino insostenible. No por nada fue Huitzilopochtli y no Quetzalcóatl (a pesar de los adornos con los que vistieron el zócalo) la principal deidad de los mexicas.

Podemos contextualizar el significado religioso de las guerras floridas, la autonomía relativa de ciertos altepemeh (ciudades-estado) o el paternalismo benevolente que los aztecas tuvieron con su propio pueblo. Pero la historia tiene el último veredicto. Si los pueblos aledaños a Tenochtitlán decidieron aliarse con los españoles, no fue por el irresistible “ideal libertario” de Hernán Cortés (como pretende Vox), sino por los siglos de encono y resentimiento que habían guardado hacia el imperio mexica. La alianza estratégica con Cortés no fue una traición a la nación mexicana, como por años nos inculcó la retórica oficial. Aquellos guerreros de Tlaxcala, Cempoala, Texcoco, Chalco, Xochimilco, Azcapotzalco, Mixquic, por nombrar algunos, lucharon como quienes luchan sabiéndose parte de un pueblo soberano.

Yo soy originario de la Ciudad de México y estoy enamorado de mi barrio Tlatelolco fue parte de la gran Tenochtitlán. Pero antes de ser capitalino, soy mexicano, y estoy consciente de la deuda histórica que tenemos con el resto del país. Por años las oportunidades de educación, trabajo, cultura y desarrollo se han concentrado en la capital del país y la cuarta transformación sólo ha venido a profundizar dicho centralismo, tanto en lo simbólico como en lo material. El presidente se rehúsa a discutir un nuevo pacto fiscal, su principal política cultural se centra en embellecer Chapultepec y de manera constante busca someter a los gobernadores, a partir del control de recursos públicos y el uso faccioso de las instituciones. A esos ejemplos me refiero cuando acuso a la cuarta transformación de ser un lastre de formas y tradiciones centralistas del poder. Pero centralismo omnímodo, como enseña la historia, termina por levantar ámpulas en los pueblos que se saben soberanos.

Es difícil pensar a la caída de Tenochtitlán como un momento heroico, cuando se integra de episodios sanguinarios liderados por un conquistador europeo. Pero en todo caso, merecemos reconocer que el ejército de Cortés era mayoritariamente indígena y que los motivos por los que aquellos guerreros lucharon no eran los de la ambición y el saqueo.

Aquellos pueblos se levantaron contra el poder del Tlatoani para refrendar su autonomía, aún cuando (ironías de la historia) terminaron dominados por un poder acaso igual o más despótico. Pero ahí reside la gran lección de la caída de Tenochtitlán, las amenazas extranjeras no exigen nuestro pliegue acrítico al caudillo del momento, sea Moctezuma o Santa Anna, sino la consolidación de un orden republicano en donde la soberanía y la unidad nacional se sostengan previamente sobre la democracia y el consenso.

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