Antes de la pandemia se esperaba buena recepción en taquilla de El ritmo de la venganza (2020), tercer filme de la exdirectora de fotografía Reed Morano.

Producida por los dueños de la franquicia James Bond, Michael G. Wilson & Bárbara Broccoli, era una apuesta segura al entroncar con cierta sensibilidad contemporánea, que reivindica el derecho de la mujer a la justicia cuando el sistema falla.

No es la primera producción dedicada al tema.

Este estilo lo inauguró Abel Ferrara en Ángel de la venganza (1981).

El ritmo de la venganza comparte con Matar o morir (2018), con Jennifer Garner, y En la penumbra (2017), con Diane Kruger, el mismo concepto: Stephanie (Blake Lively) pierde a su familia en un acto terrorista. Pero la sustancia del largometraje de Morano está en que examina las dudas éticas que genera ese hecho.

Sin opciones de futuro o felicidad, Stephanie sufre una caída moral y emocional: se prostituye, se droga.

Keith Proctor (Raza Jaffrey), periodista, quiere ayudarla. Víctima incapaz de salir de la espiral descendente que es su vida, padece más violencia antes de buscar al informante de Proctor, el agente británico Boyd (Jude Law).

Igual que en sus dos cintas previas I think we’re alone now (2018) y Meadowland (2015), ésta también sobre la pérdida de un ser querido y cómo lidia con eso una pareja; la primera sobre la soledad absoluta tras el Apocalipsis, Morano hace un estudio de personaje antes que una película de acción; maneja el argumento con óptica cerebral, fría.

No hay dramatismo, sólo un ser lastimado que se pregunta si podrá cobrarse lo que le deben.

Al renunciar a la acción, la primera hora es ver cómo Stephanie entrena exhaustivamente para volverse asesina, sin lograrlo del todo.

El mejor recurso de Morano es la señora Lively, con mala suerte para sus mejores títulos: aspirando a una nominación al Oscar, pasará desapercibido su esfuerzo como actriz de carácter.

Ella se exige mucho en el papel: va de la fragilidad a la violencia, de la sensualidad al dolor, de la incertidumbre a la sangre fría, del temor y el miedo a la desconcertante sensación de no saber qué hace ni por qué, nomás dejándose llevar por la corriente para no perder su alma, revelada al final como gesto devastado: apenas la mueca de una dizque sonrisa.

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