La película literaria mitifica figuras emblemáticas de la cultura contemporánea. A veces no lo consigue. Porque mete la pata.

La reclusa vida de J. D. Salinger (1919-2010) es la de un autor ajeno a las luces de la fama; de obra mínima pero influyente desde que publicó El guardián entre el centeno (1951), libro supuestamente inspirador de varios crímenes, entre ellos el de John Lennon.

Philippe Falardeau, célebre por la cinta canadiense nominada al Oscar Monsieur Lazhar (2011), elabora en El trabajo de mis sueños (2020), su octavo filme, otra exploración de cierto tipo de personaje marginal.

Basándose en las emotivas memorias de Joanna Rakoff, cuenta cómo la aspirante a poeta extraordinaria recién graduada, Joanna (Margaret Qualley), consigue la chamba de su vida en la agencia que representa a Salinger y que encabeza la intratable Margaret (Sigourney Weaver).

La labor de Joanna consiste en lidiar con las cartas de los admiradores de Salinger, que la agencia recibe por kilos. Un trabajo de plano ingrato.

Obstaculizado además porque Margaret reniega, en pleno 1990, de una necesaria computadora para ser eficiente. Vive en otro tiempo y tal vez desprecie a los lectores comunes y corrientes.

Revela fisuras detrás de su prestigiosa fachada. Lo que sacude a Joanna.

Como en cintas literarias similares, presentadas con excesivo entusiasmo fetichista, a Falardeau se le van las cabras al monte. Lo deslumbra el fantasma de Salinger.

Asimismo, por cómo concibió la relación entre sus personajes principales y el relato todo, parece la versión intelectual de El diablo viste a la moda (2006), donde al menos el trato entre Anne Hathaway & Merryl Streep tenía un ácido sentido del humor.

El trabajo de mis sueños es una aduladora carta a Salinger, como las ninguneadas por Margaret. Enviada; sin respuesta. Un innecesario filme para incrementar el culto a la personalidad de un escritor que nunca lo necesitó.

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