Imágenes de exportación. Se ha prestado a numerosas (y atendibles) lecturas el autohomenaje que se organizó para esta tarde el presidente López Obrador. El acto del Zócalo forma parte de su necesidad insaciable de exposición pública con sus largas, cotidianas horas escuchándose y haciéndose escuchar. También es parte del esmero por mantener la atención de la gente con recursos histriónicos, ademanes y muecas, ya sea amenazantes, compasivas o burlonas. Se asocia asimismo a su inclinación teatral por el uso escenográfico de personas de los pueblos, los originarios y los contemporáneos. En fin, la representación de hoy frente a Palacio Nacional se explica de la misma manera, por la irrefrenable, nutricia, vital adicción del presidente al contacto, desde su pedestal y a través de las vallas, con muchedumbres postradas —en imágenes de exportación— ante la iluminación y la benevolencia del líder.

¿Narciso? ¿Mussolini? ¿Chávez? Las lecturas van desde la de algún sicólogo impactado por los rasgos que encuentra de un narcisismo compulsivo de alto riesgo, a los hallazgos del experto en tradiciones ancestrales que descubre un ser saturnal succionando el discernimiento y la energía de sus súbditos, llevados ahora, además, a la plancha de los sacrificios rituales en pleno nuevo estallido de la pandemia. Pero también abundan las interpretaciones de politólogos e historiadores aterrados al cotejar las similitudes del lenguaje y las escenografías del poder en el México de hoy con los espectáculos —a la vez trágicos y grotescos— de los dictadores mesiánicos de la primera mitad del siglo 20 y de los líderes carismáticos del nacional populismo de esta primera mitad del siglo 21.

Para seguir al mando. Sin restarle gravedad a los efectos nocivos del fenómeno mexicano, menos catastrofistas resultan algunos estudiosos de la comunicación política. Sin descartar, tampoco, alguno de los escenarios trágicos de sicólogos, politólogos e historiadores, para no hablar de los economistas, encuentran en México, por ahora nada más —y nada menos— que un modelo comunicativo de “campaña permanente”. El concepto entraña el uso de todos los recursos legales e ilegales a la mano del presidente —en nuestro caso, los presupuestales, los políticos, los judiciales y los simbólicos— para acrecentar o mantener el apoyo popular en favor de sus proyectos y propósitos, el primero de ellos, el triunfo en una y otra elección para asegurar la permanencia, en alguna forma, en el poder y la profundización de su programa.

Campaña triunfal de gobierno fallido. En los tres años del sexenio, a celebrar hoy en el magno acto de campaña del Zócalo, se acumulan gravísimas averías en la nave de la nación. El primer año, desplome del crecimiento a cero, debido a decisiones ruinosas. Siguió la caída a menos 8 del segundo año, por la pandemia, y está en duda si el rebote del tercero nos deja todavía en menos 2, con 10 millones más de pobres. Además de la negligente gestión económica de la crisis sanitaria, está la perversa gestión sanitaria de la contingencia de salud pública. Han sido tres años de cruel desabasto de medicamentos, más la multiplicación de los muertos por la violencia criminal, entre muchos otros descalabros del trienio. Pero en términos de campaña permanente no se trata tanto de hacer un buen gobierno, sino, precisamente, de mantener una campaña triunfal aun desde un gobierno fallido.

Consagración. Con todos los recursos, legales e ilegales del cargo, el éxito de la campaña permanente le permite hoy al mandatario mantener la aprobación obtenida tras su exitosa campaña electoral, a pesar de los fracasos acumulados. Tiene desde los presupuestos para multiplicar el voto clientelar, hasta los símbolos del poder para consagrar los mitos del régimen esta tarde, frente a Palacio Nacional.

Profesor de Derecho de la Información. UNAM

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