¿Apergollados?: Aturrullado. Cada día más claro: sobre sus deberes de gobernante, al presidente sólo le importa la continuidad de su régimen. En su confrontación con la iglesia, ha puesto en evidencia, además, su ominoso supuesto de que reconocer fracasos y corregir errores afectaría sus planes y violentaría su peculiar principio de infalibilidad en el que pretende fincar la trascendencia de su imagen. Puede ser también el principio del fin para sus sueños. Descompuesto, exclamó el lunes en que sepultaron a los misioneros Javier Campos y Joaquín Mora, a una semana de su sacrificio, que están apergollados por la oligarquía los jesuitas y los portavoces de la iglesia católica. ¿El cargo? Haber comprobado públicamente, con la sangre de sus hermanos, el desastre del desbordamiento del poder criminal sobre el poder político. Allí, con López Velarde, “comprendí lo que es Poder Ejecutivo aturrullado”. O sea, confundido al confrontar las biografías irrefutables de las víctimas en la opción por los pobres. O atolondrado, por los irrebatibles, copiosos testimonios e imágenes que nos interpelaron estos días al documentarnos el control del crimen sobre zonas extendidas del territorio nacional. O aturdido por los ecos que retumban en México y en el mundo con las revelaciones puestas al descubierto por los crímenes de Cerocahui.

Revelaciones. En su gastado recurso de campaña permanente de, primero que nada, tomar distancia de asuntos críticos relacionados con sus dichos, acciones y omisiones, acaso pretendió el presidente que los asesinatos de la Tarahumara ‘sólo’ sumarían dos más a la estadística ‘normal’ de homicidios dolosos que ya rebasa los 124 mil en medio sexenio. Pero con la preeminencia de sus vidas ejemplares, y el escándalo de sus muertes aberrantes, le aportaron a la nación dos revelaciones póstumas: cómo se vive y se muere en los vastos territorios bajo el dominio narco y cómo ejercen el poder los criminales apropiados de pueblos y regiones. Distante de sus responsabilidades de Estado, AMLO pareció congratularse de la aparente disminución de la violencia cuando un grupo criminal vence a sus enemigos e implanta su dominio en una región, en suplencia del poder del Estado. Si esa fuera la opción gubernamental para reducir la violencia, pasaría por alto que los grupos criminales ejercen el poder con métodos criminales ―no conocen otros― y que su soldadesca victoriosa, sus matones y sicarios, embriagados de la impunidad del conquistador, anden por allá, como el tristemente célebre Chueco, imponiendo su voluntad sobre vidas, propiedades y templos.

Soberanía criminal. En nombre de la soberanía el presidente defiende la supuesta potestad de dictaduras para violar los derechos elementales de sus pueblos. Pero nadie le ha dicho que el primer rasgo de identidad de un Estado soberano se da en el plano interno con el control del territorio nacional, sin otras fuerzas que le disputen el monopolio legítimo de la violencia. Y el asesinato impune en la iglesia de San Francisco Javier y la información que lo enmarca nos confronta con la brutal confirmación de que el Estado mexicano, en el mejor de los casos, mantiene en disputa la soberanía sobre territorios bajo control criminal en expansión.

Una corcholata en la Corte. ¿Y si no se le fueron ―sin pensarlo― las cabras al monte en su vociferación contra los jesuitas, sino que la bravata forma parte de su total vocación divisoria, y esta vez le tocó a las órdenes religiosas y a las iglesias? ¿Y si su confesión de que sistemáticamente llama a cuentas al ‘autónomo’ fiscal ―para que se apure con los encargos presidenciales― y a la ‘imparcial’ cabeza de la Corte para que se deshaga de juzgadores garantes de los derechos procesales y ganarse así el título de corcholata que persigue con denuedo? Ojo.

Profesor de Derecho de la Información. UNAM