El palacio de Babel. Surgen las más contradictorias lecturas de los discursos diarios del poder. Se vuelve denso el aire de incredulidad e incertidumbre, resultado de la sistemática desinformación oficial, producto a su vez de las inconsistencias de los dichos presidenciales y de las incongruencias entre anuncios de los cortesanos del monarca confinado. El salón de las mañaneras y los corredores de Palacio, habilitados como sets de grabación y transmisión de mensajes e imágenes del presidente y sus elegidos, semejan una mini Torre de Babel, ese símbolo bíblico de incomunicación, caos, inestabilidad, cementerio de obras inconclusas, todo, como castigo a la arrogancia de fallidos transformadores del paisaje.

Más en la perspectiva terrenal, crece aquí el fenómeno de incomunicación descrito por Umberto Eco como ‘decodificación aberrante’: la recepción que suelen dar las audiencias en sentido contrario al buscado por el emisor. Desde el código de nuestro Palacio de Babel, el mensaje dicta que no hay ni habrá contagiado sin cama de hospital y medicamentos, mensaje que, desde el código de la gente, es descifrado como condena al peregrinaje infructuoso en busca de un pasillo y un paliativo para el familiar que se asfixia. La diaria generación de expectativas, desde hace meses, sobrecargada de aprestos electorales, sobre la estreñida llegada de las vacunas, podría terminar en una costosa violación de expectativas. Ayer mismo el gobierno tuvo que reconocer que debido a la saturación de registros de aspirantes a la vacuna se ha interrumpido el servicio.

En este clima, todavía hay quienes dudan del mensaje del contagio del presidente. Aunque de lo que no parece quedar duda es de que, si lo hubo, no operó, en él, el cambio existencial de que dan testimonio otros infectados sobrevivientes. De acuerdo con ellos, el avistamiento del final propio, prefigurado en malestares desconocidos y en los cientos de miles de contagiados muertos en el entorno, más que una toma de conciencia, impone una vivencia irrechazable de nuestra condición pasajera. Ello hace tambalear ilusiones de permanencia sin vencimiento previsible, lo mismo que afanes de acumulación de poder, control de los demás, fama...Todo cambia, parecen decir, al ver de cerca “el olvido que seremos”, como lo adelantó el inolvidable Borges en esa sentencia rescatada del olvido en el título de una novela, también inolvidable, de Hector Abad Faciolince.

Impuesto enmascarado y regresivo. Ni la más tenue huella de ese diálogo con la impermanencia ni de haber paliado siquiera sus ilusiones de permanencia como parteaguas de la historia, muestra la ofensiva lanzada esta semana desde su convalecencia palaciega, por el presidente. El objetivo: asegurar, en este último periodo de sesiones del actual Congreso bajo su control, la liquidación de otra buena parte de las reformas democráticas y de mercado acumuladas en tres décadas. Por ejemplo, la apresurada contrarreforma eléctrica, agresiva contra el ambiente al castigar las energías limpias, hará gravitar sobre el consumidor un sobreprecio por energías sucias, una especie de impuesto, enmascarado y regresivo, sin más finalidad que revivir un ente estatal.

Ni contrapesos ni derecho a saber. Aparte de los riesgos advertidos en la reforma de la Ley del Banco de México, hay allí un ominoso mensaje explícito: para el presidente no hay autonomías ni contrapesos intocables. A su vez, el amago de regulación de las redes sociodigitales apunta a un nuevo intento de control de qué, quién y cómo informar y opinar a través de viejos y nuevos medios. Y sigue viva la amenaza de muerte al INAI. Por algo el presidente no se refirió en el video sobre su salud al derecho de la gente a saber. “Me presento con ustedes para que no haya rumores”, excluyó.

Profesor de Derecho de la Información. UNAM

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