El Príncipe el 2 de octubre. Finalizaban los díazordacistas años sesenta del siglo pasado cuando un veinteañero José José se apoderó de nuestras aflicciones colectivas. En voz baja o en silencio los sobrevivientes seguíamos sus súplicas y las aplicábamos a nuestros propios ruegos y carencias. La voz del cantante presidió también reventones estrepitosos que incluían intentos ineptos de corear su tormenta de pasiones desdichadas fluyendo a todo volumen del girar de los discos sobre las tornamesas. Casi niño, y además con cara de niño bueno, asustado, sorprendían su transfiguración en el escenario y su potente discurso descifrador de emociones mayores. Imploraba, confesaba, se humillaba y soltaba desahogos que, con los alivianes de Beatles, Rolling, Doors y Dylan, nos ayudaban a aflojar el nudo de sentimientos atrincherados frente a la rigidez moralista y la opresión política de aquel México.

Hoy, 2 de octubre de 2019, a unos meses de arrancar los amlistas años veinte del siglo actual, la muerte de un septuagenario —aquel veinteañero investido con los años en Príncipe de la Canción— no sólo desató la nostalgia de los jóvenes de medio siglo atrás, sino que envolvió en ella a los hijos y a los nietos, a buena parte de México y del mundo de habla hispana. Hace cincuenta años, bajo el imperio y la cadencia hospitalaria de aquella voz de privilegio, las canciones de José José implantaban narrativas de amores lastimados en paralelo a los sueños hechos trizas de la generación sacrificada en Tlatelolco por Gustavo Díaz Ordaz. O GDO, como aparecía diariamente a la cabeza de los diarios, en los tiempos del monopolio de la definición de la agenda pública por los presidentes mexicanos.

Asimismo, hoy, junto a las rolas de sus conciertos vedados a los viejos, las actuales generaciones probablemente decodifican de otra manera los viejos discursos amorosos o desamorados del Príncipe. Pero seguro lo hacen en paralelo a las incertidumbres impuestas a proyectos de vida y desarrollo de los jóvenes en el México de Andrés Manuel López Obrador. O AMLO, como aparece a todas horas en medios y redes en el intento actual de restaurar aquel monopolio de la definición de la conversación colectiva. Tal vez no se acostumbren —los más jóvenes— a repetir en silencio o en susurro una frase o una tonada de José José cuando están solos, como nos pasó a nosotros. Pero sí los he escuchado corear mejor que nosotros qué triste fue decirnos adiós, hoy quiero saborear mi dolor y hay que ver cómo es el amor, mientras espero la repetición de una sentencia inapelable de este ícono de nuestra cultura popular: lo que un día fue, no será.

De abismos. Jordi Soler encuentra al empezar la autobiografía de José José, Ésta es mi vida, una voluntad permanente de situarse al borde del abismo. Pero el autor de Los rojos de ultramar se cerciora al terminar de leer el libro de que las canciones salidas de la voz del Príncipe provienen del fondo de ese abismo. Y aquí no me resisto a forzar el vínculo entre la profunda, entrañable conexión colectiva de varias generaciones de mexicanos con la forma abismal de interpretar de José José, por un lado, y por otro, la sensación permanente del mexicano de vivir, sexenio tras sexenio, hasta el presente, unas veces al borde y otras en el fondo del abismo.

Momento mexicano. Y al borde del abismo parecerían caminar hoy en México, entre otras, las empresas informativas, a juzgar por el panorama económico trazado para los medios por el director de EL UNIVERSAL, Juan Francisco Ealy Lanz Duret. También, por el momento descrito con precisión por nuestro presidente ejecutivo, Juan Francisco Ealy Ortiz, en que desde la autoridad se cuestiona la información verídica. Todo, en la celebración, ayer, de los primeros 103 años de vida de este Gran Diario de México.

Profesor Derecho de la Información, UNAM

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